En una visita al Museo de la Diáspora en Tel Aviv se dio un intercambio sobre quién fue el judío más influyente en la historia de la economía mundial. Karl Marx, espetó una joven intelectual progresista, antes de verse sorprendida por quien lanzó la pregunta: "El que más ha influido es Mark Zuckerberg", dijo la voz.
Esta observación nos adentra en la dialéctica acerca de la conformación de la nueva cultura y la elaboración del conocimiento universal como consecuencia de haber instalado la computación digital en el corazón de nuestras vidas.
Dos libros de reciente aparición, y de génesis inevitablemente norteamericana, abundan en este debate desde perspectivas diferentes. Se trata por un lado de la obra de Cathy O'Neil "Armas de destrucción matemática". Y del otro, del ensayo de Ed Finn titulado "La búsqueda del algoritmo".
O'Neil es una experta matemática que trabajó en la banca de inversión como especialista en análisis financiero antes de incorporarse al movimiento Occupy Wall Street.
Terminó por denunciar el mundo de alienación e injusticia que en su opinión está produciendo el uso masivo de los llamados "big data" en la toma de decisiones que afectan a las personas y a las comunidades que las integran.
Ed Finn, por su parte, es un profesor de la Universidad de Arizona que se esfuerza en analizar el impacto creativo de la ingeniería computacional en la cultura de nuestro tiempo; entendiendo por cultura desde las recomendaciones de Netflix a sus usuarios hasta la implementación de las criptomonedas que desafían a los sistemas de pago garantizados por los bancos centrales.
El libro de O'Neil es una descripción pormenorizada de los efectos de la aplicación de patrones y perfiles informatizados a la hora de seleccionar candidatos a un empleo, identificar potenciales delincuentes o terroristas, evaluar el profesorado de una escuela o conceder una hipoteca.
Todas estas decisiones son tomadas de manera cada vez más compulsiva y acelerada por las máquinas, mediante algoritmos sofisticados y en función de nuestros datos personales, recolectados gracias al uso que hacemos de los teléfonos inteligentes.
La opinión de la autora sobre la fiabilidad del conocimiento supuestamente científico u objetivo que dichos algoritmos generan es muy crítica.
Ella misma confiesa que no se encuentra entre las filas de los predicadores de las virtudes del big data y se alinea claramente en la defensa de las víctimas del lado oscuro del sistema.
Frente al pesimismo de O'Neil se alza el voluntarismo de Finn. Aunque asegura que su obra no supone una teoría en favor o en contra del algoritmo, claramente se muestra partidario de él.
Lo considera arraigado "no solo a la lógica matemática, sino a las tradiciones filosóficas de la cibernética, la conciencia y la magia del lenguaje de los símbolos".
Según él, lejos de construir un arsenal de armas de destrucción matemática, los big data y el corazón del sistema que los anima, el algoritmo, contribuyen a la búsqueda del conocimiento universal que “refleja y nutre nuestro eterno apetito por el autoconocimiento y la conciencia colectiva”.
Se lo proponga o no, la obra de Finn es la defensa de la civilización digital como un nuevo humanismo, de acuerdo con la suposición de varios investigadores de que los procesos culturales tradicionales responden a la misma lógica de los sistemas computacionales, por lo que son duplicables matemáticamente.
Aplicando ese criterio no tardaremos en ver cómo las pc son capaces de simular con precisión los resultados de elecciones generales o el futuro de las acciones del mercado. De modo que acabaremos por preguntarnos si las elecciones políticas, o las transacciones, son necesarias.
Pese a situarse en posiciones morales opuestas, estas dos obras coinciden en el uso de las posibilidades predictivas del manejo de los big data. O’Neil advierte del empleo del reconocimiento facial, de manera masiva, por las fuerzas de seguridad de varias ciudades estadounidenses para desarrollar programas predictivos de actos de delincuencia.
La policía de Chicago ganó un concurso del Instituto Nacional de Justicia con un proyecto basado en la teoría de que la propagación del crimen sigue un determinado patrón, como una epidemia.
De modo que se podría predecir computacionalmente y, por tanto, evitar. No estamos muy lejos de la ficción de “Minority Report”, aquella película en la que la previsión de los delitos permitía detener a los probables criminales antes de que los cometieran. Ya sucede algo parecido en la concesión de visas y la aplicación de perfiles informáticos a quienes las solicitan.
Finn va más allá al explicar cómo Netflix utiliza las capacidades de los algoritmos para modelar el proceso creativo. El problema se suscitará cuando los algoritmos "pasen de modelar a construir estructuras culturales".
En ese momento la creación de valor y su atribución a los respectivos procesos tendrá las mismas características en la emisión de criptomonedas que en los intercambios culturales, incluido el periodístico.
Para quienes se interesen en los efectos de la invasión de los algoritmos en nuestras vidas, ambas obras suponen un caudal de información y análisis sustancial. La lectura de Finn es más optimista que la de O’Neil.
Por último, si el lector quiere completar su visión de las amenazas y oportunidades concretas que la convergencia computacional supone para nuestro entorno, puede acogerse a la lectura del libro "The Four", de Scott Galloway, sobre la generación de oligopolios mundiales basados en la acumulación de big data por parte de unos pocos dueños del algoritmo, ángel o demonio de nuestra civilización.
Quizá concluya entonces que efectivamente Mark Zuckerberg, y no Karl Marx, es el judío más influyente en la historia de la economía mundial. Por mucho que él mismo no acabe de enterarse.