Por aquellos días San Petersburgo lucía sus soñadas noches blancas, un manto dorado, aveces rojizo, cubría la ciudad de Pedro el Grande, sus canales y edificaciones imponentes. Una de las actividades para elegir era ir hasta el Golfo de Finlandia para ver como el sol en un efecto visual increíble se fundía en el mar por minutos y reaparecía en un nuevo amanecer.
Desde el hotel situado en la que fuera capital rusa tomamos un taxi hacia una playa frente al golfo, mucha gente se reunía para disfrutar del espectáculo natural, pasada dos horas decidimos regresar, claro el taxi se había ido y no había miras de hallar otro por aquellos lados. Ya nos habían advertido que se podía parara a cualquier auto y solicitarle que -si estábamos en su camino- nos acercara a nuestro destino. Hicimos varios intentos hasta que un pequeño coche conducido por un ruso que solo hablaba su idioma aceptó llevarnos por 5 rublos por persona tras verificar la dirección de nuestro alojamiento. Entre papelerío escrito en cirílico, planillas con números y paquetes de chocolates y galletas vacías avanzamos, sonriendo como único modo de comunicación o aspiración a ella. No recordábamos ni remotamente el camino que el taxi había tomado para llevarnos al golfo por lo tanto no teníamos idea si este hombre nos depositaría en el hotel o nos asaltaría... Nerviosismo, chistes internos y todo tipo de alusiones a Jack el Destripador surgieron en el viaje. La ciudad se metió en las ventanillas y respiramos, pero seguíamos sin conocer si estábamos cerca del hotel o no. Finalmente, tras una curva, la fachada de varios pisos apareció, y lo suspiros de tranquilidad se sintieron, el hombre sonrió, no hacía falta que comprendiera el idioma, sabía bien que veníamos las tres mujeres aterrorizadas... Vale aclarar que los guías nos habían expresado que era seguro y que muchos locales utilizaban este sistema para abaratar los costos, como el cuestionado sistema Uber...