La niña-madre lleva tres horas esperando en la guardia del hospital.
Ya pasó una enfermera y le tomó la temperatura a su hijo, sin darle información y sugiriéndole con un gesto que se armara de paciencia.
Encuentra sin esfuerzo la resignación. En su familia, desde que nació fue aprendiendo que la resignación se impone a la rebeldía.
La madre-niña tiene ojos desencantados, sin curiosidad, sin brillo. Ya hace dos años que en una cama renga, el encuentro torpe, transpirado y sin amor empezó a tejer el final anticipado de su adolescencia.
De pronto, el hijo salta de su letargo, se estira, inhala fuerte. Y los ojos oscuros de los dos convergen en una mirada plena.
Los del niño, con la avidez de siempre. Los de ella, con un reflejo nuevo, ajeno al cuadro de aburrimiento y de incertidumbre que la venía apresando.
Ahora son ojos de madre, ojos que transmiten seguridad, protección, amor. Pero ¿cómo aprendió esa niña algo sobre el amor? ¿Cuándo tuvo una sola vivencia de ternura y de entrega en esa casa marrón donde creció? ¿Qué recibió de su madre o de sus sucesivos padrastros que no fuera una orden o un reproche o algo peor? Nada. Nunca. Su corazón no conoció un molde emocional que al irse convirtiendo en mujer pudiera repetir.
Por eso, cuando la recuerdo mirando al hijo, lejos de todo mal y de toda miseria, me parece que he visto un destello del milagro de ser madre.