Aquellas manos
Caminaba por un lugar oscuro, mejor dicho, deambulaba. Sus días tenían que volver a tener sentido.
Desde las penumbras, personas que advirtieron su estado, le daban lo que tenían. Un viejo le acercó un cuenco de arcilla. "Para que juntes tus lágrimas", acotó. Más adelante, una artesana le ofreció una pequeña fuente cóncava. También con el mismo fin. Un hombre que soplando hacía botellas, hizo otro tanto. El envase era original, base cuadrada y boca ancha.
Comenzó a sorprenderse. Todos le decían lo mismo, "para que juntes tus lágrimas". En ese trayecto no iba llorando, pero comenzó a hacerlo. Hubo de sentarse porque sólo tenía dos manos, y los recipientes eran tres. Todos se colmaron y el agua salobre corría bajo sus pies.
Un impulso extraño la hizo incorporar, tomar los recipientes y ponerse en marcha. Sin darse cuenta, estaba dentro de un cono de luz, entonces se detuvo. Un par de manos que reconoció, porque siempre las había admirado y elogiado, le demandaron los regalos que había recibido. No se negó, los entregó confiada. Quería ver a la persona entera, pero siguió viendo las manos. Al cabo de un rato, éstas le devolvieron el cuenco colmado de besos. Unos se le posaron en los labios, otros en la frente. De la botella salían caricias. Algunas rozaron sus mejillas. ¡Qué dicha! La fuente estaba colmada de tarjetas. Las frases, muy bien redactadas y escritas con una letra también conocida: Te quiero. Hasta el sábado. ¡Ah mi niña bella! Te extraño. ¿Cuándo estaremos juntos? ¡En julio nos casamos! Llego el 5 por Andesmar. ¡Ya tenemos las alianzas, mi amorcito!
Quiso hablar y no tuvo tiempo. Las manos desaparecieron. De nuevo sola, pero extrañamente serena. Reinició el camino. Un sol diáfano la entibiaba complacido. Matas de lisantus, astromelias y fresias, saludaban su paso. Llegó al departamento, se recostó en el sillón y cerró los ojos. El ambiente se inundó con los acordes de la sonata moonlight de Beethoven. Y aquellas manos que ahora le revolvían con suavidad los cabellos.