Aguante la ficción: cuento navideño

Aguante la ficción: cuento navideño
Aguante la ficción: cuento navideño

"Mirando fijamente hacia adelante es posible ver tu propia nuca"

La voz del tío es densa y metálica. Vacila un poco y tambalea aferrándose a muebles; es la mezcla de alcohol, pastillas y años. Me pregunto si realmente existe el resto del año. Si su cuerpo está parado cerca de un lago en algún momento durante el verano o si en invierno sus ojos miran a través de algún vidrio empañado por el frío. El cuerpo ha ido quitando estructura al cuerpo del hombre, alguna vez magnífico. O magnifica ha sido mi posición de niña; desde abajo las dimensiones se pierden. Y empezamos viendo todo desde allá.

En algunas familias (sobre todo en la clase media), como parte de un ciclo, hay un período con ausencia total de niños y el ritual de la Navidad se vuelve absolutamente imposible.

Entonces: ¿Por qué está este hombre disfrazado de Papá Noel? No hay siquiera un creyente que se acerque con la ambición (que vence al miedo).

Le tomo fotos. Años después, una mañana lluviosa, tengo la intuición de que esa acción impulsiva de retratar desencadena la otra, más fatal, mas definitiva.

Una vez retratado el hombre, el mundo no espera nada más de él.

Muere el tío durante el invierno, inusualmente largo. Ignoro, entre otros destinos, el de ese traje: rojo tan pálido y triste, mal ensamblado –cosido por el tío mismo- sin respetar necesariamente alguna paleta de colores. Y no puedo evitar –lo irremediable en su esencia- cierta saudade al saber que la familia se ha quedado sin Papá Noel.

En secreto puedo revelar que me desanimo un poco, ninguno se intriga por la fascinación del tío hacia el disfraz, al que acudía desesperado cada año.

Estar obsesionado, en estado de obsesión (por más ridícula que esta sea) le otorga cierta dignidad al hombre. A la vida del hombre.

La casa familiar ocupa una esquina. Tengo fotos en cada momento del año de esa esquina: hay montones de hojas secas o nieve, o un sol blanco o restos que flotan en una inundación, hay carros con vendedores de verduras o grupos de mendigos con perros.

Vivir en un vértice nos otorga prestigio, o eso suponemos. Todo el barrio, más lleno de necesidades que de deseos, cree que nuestra familia tiene aires.

Aires superiores, se entiende.

Quizás por la forma de taconear que exhibe la madre (nunca baja de sus tacos). Acaso sea la forma ampulosa de Tino, nuestra mascota, la que despierta sospechas.

Algo nos separa del resto inmediato. Esa isla que somos rodeada de desconfianza no nos expulsa, al contrario, nos incita a defendernos y quedarnos en el barrio. Nos hundiremos con el barco.

La ausencia del Papá Noel es compensada al año siguiente con guirnaldas de papel crepé, armadas por las biológicas y las adoptadas. Las segundas son más talentosas, pero las primeras más queridas. La adopción ocurre por excusa filantrópica o excentricidad. Lo cierto es que las pobres primas adoptadas sólo existen para quedar segundas, tras las biológicas, naturalmente. Sin ellas no habría primeras. Son el contexto.

Yo entro y las saludo así: buenas tardes contexto o buenas noches contexto.

La guerra entre biológicas y adoptadas aún es latente.

Cuando me pregunto si las latencias siempre evolucionan la guerra se declara. Decoran el pino, la puerta de entrada, el patio, hacen centros de mesa –uniendo manzanas y escarbadientes, por ejemplo-, se arreglan los rasgos con colores, hacen de anfitrionas.

Todas menos la Ro, una de las últimas adoptadas en ingresar al clan familiar. Ella ni siquiera observa esa actividad, ni la nota, menos la admira. Su vinculación a la familia es difusa, pero incuestionable. Odia las carteras.

A los dieciséis años se encuentra con un cartel en una vidriera céntrica: "COMPRO PELO". Obedece un impulso que la invade.

Desde entonces llevará el pelo corto o cortísimo, dependiendo la estación.

Pasan cumpleaños, aniversarios, navidades, gira el planeta acercándose y no del sol; iguales, diferentes, riñas y accidentes distinguen una celebración de otra. Todo lo registro con mi cámara.

Este año, por fin, hemos superado la depresión en la curva de infantes. Durante esta Navidad si hay niños, seis o siete, que se desplazan por la casa a la altura más peligrosa, vértices agudos de mesas los acechan, entre ensaladas de fruta y confituras caseras, buscan anfibios para unir a fuegos artificiales.
 
Las adoptadas no se han dado por vencidas, se impone una falsa tregua, pues los adultos no compiten con tanto grado de lucidez, más bien es subrepticia la contienda. Su condición de súbditas la transmiten a los hijos, que no llevan los rasgos de la familia y eso es imperdonable. Si un viaje realizaría y una postal hubiera –irremediablemente- que enviar,l a madre encabezaría así el párrafo: "Queridos intrusos….".

La casa de la esquina ya no lleva decoración ese año. Esa ausencia absurda reclama otra.
A media noche aparece, la Rox, envuelta en terciopelo rojo, barbada, gordísima. Tiene la risa grave de Santa. Es baja, apenas se eleva del suelo, pero logra la vista magnífica que alguna vez tuve. Y logra la atención de todos.

Nadie teme a este Papá Noel. Será por la mínima altura acaso, el brillo en los ojos o la redondez de las formas; algo que irradia pero no se ve.

Las adoptadas triunfantes, en secreto.

La voz se corre. Y cómo corre.

Al año siguiente la aparición de Rox es lo más esperado de la celebración, ni el delicioso pato horneado de una biológica obtura la excitación del instante. Comprendemos, que hasta entonces, fuimos presas del más insípido ritual.

La retrato extasiada, ella, yo; somos molde que encuentra su relleno.

Será el secreto, la mentira, la voz grave, los detalles que ha agregado, o un acontecimiento geológico lo que determina la decisión. La isla pierde su condición.

La Ro, seguida de seis o siete –tal vez nueve o diez- niños de la familia y ajenos rebotando su alrededor, golpea sin suavidad la puerta de un vecino.

Ese esférico planeta rojo y blanco rodeado de satélites delgadísimos y agitados lleva –y llevará- una vastísima barba, desconcertante. Su recorrido contempla el barrio entero.

Las madres y las mujeres la observan con secreta envidia, algunos hombres hasta le festejan la ocurrencia, ignorantes del lugar que ceden. Hay niñas con insuficiente lucidez para descubrir la esencia de esa actuación, pero asumen inciertas y excitadas cierto nerviosismo revelador, eso les indica que bajo la barba tiene espacio una íntima revolución.

Hay un incidente.

Uno, ya mayor, desconfía. Se aproxima traicionero a la exquisita Papá Noel riente. Sigiloso y agazapado, la asalta. Entre sus finos dedos toma la punta de la barba y tira con fuerza. Hay un momento de éxtasis, silencioso por lo tanto ambiguo. El joven queda prendido del rostro, la Ro sonríe, la barba no cede; es como pretender desprender las raíces de un árbol.    

Inmediatamente el fanático –¿de la verdad?, ¿de las biológicas?- es apartado por los múltiples seguidores que son casi turba. Los dueños de la casa invitan a la Ro Noel una copa, que es la continuación y anticipación de otras.

Para cuando llegan a la última casa son una estruendosa multitud, gesticulante e imprecisa. La Ro tiene un paso vacilante, pero seguro, si eso es posible. Una embriaguez infinita le absorbe los sentidos, se abraza a todo, se toma fotos con todas, saluda y recibe las ofrendas de los dueños en copas altas y finas.

Yo retrato todo. Los primeros planos se detienen en la barba, espesa y blanca, real. Me preguntaré siempre qué magia o qué genial previsión de la Ro impidió que el enjambre de pelos cediera ante el tirón del joven desenmascarador. Imagino el insoportable desencanto que un instante de verdad hubiera producido en esa horda de niños. Agradeceré en soledad que esa fatalidad no se haya desencadenado.

Retrato el fin de la travesía. El cuerpo que yace encajado en un sillón de terciopelo verde gastado, en lo oscuro de un rincón. El foco está puesto en la media sonrisa que marca el rostro dormido, etílico. La foto se titula: "Mirando hacia adelante es posible ver tu propia nuca".
No recuerdo las siguientes Navidades. O he preferido no presenciarlas, quien sabe. No quiero diluir el recuerdo perfecto de esa en otras repeticiones. No he querido ver nunca otros Papá Noeles; fetiches de centros comerciales, de asociaciones de caridad. Me dan miedo. Como los obispos o como los payasos tristes.

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