Crónica urbana I. Marzo de 2013
El trole frena brusco. La morocha deja el volante, toma sus cosas y abre las puertas: una exhalación de los goznes, y todo se llena de viento.
La rubia sube. “¿Qué hacés, loca... vos sos mi relevo?”, le dice la morocha con su voz multitudinaria. La rubia, un pajarito suave y menudo, manos pequeñas y delgadas, de punta en blanco, dice casi en un soplo: “Sí..., yo”.
Es todo.
La morocha baja y esta mujercita leve emprende el ritual del inicio: saca de una bolsa de nailon su asiento de cuentas de madera, que usa para atemperar las horas de posición obligada.
Se toma su tiempo: estira las esferas brillantes, hilera por hilera, sobre el sillón del conductor. Se calza los lentes con cuidado, se arregla el pelo lacio, el pantalón, el cuello de la camisa. Se sienta. Toma graciosamente el volante de esa mole de acero, llena de gente, y aprieta el acelerador. Nos movemos.
Cierro los ojos: sé que este viaje será como ella, casi un vuelo. Es mejor viajar en trole cuando lo mecen los pájaros.
Crónica urbana II. Abril de 2013
Mediodía. Miraba la vida como se mira cuando uno va en viaje: un recorte, mínimo, que va moviéndose según los caprichos del camino a recorrer.
El trole paró de pronto y lo vi. El cigarrillo apagado colgando de los labios; caminando despacio, con ese andar que siempre tuvo de jirafa malherida.
Todo negro: campera símil cuero, remera, pantalones. Gastado; todo él. Y su pelo tan rubio y tan ralo, como el del padre.
Hizo un ademán: alzó su brazo y lo pasó por la cabeza. Ese gesto, conocido gesto de martirio.
No vi sus ojos, los intuí; brasas ardientes, testigos de nuestro averno: el de él, el mío; el de la historia compartida.
Reconocerlo fue un flashback repentino: a mil fotogramas por segundo repasé las postas en el tránsito de aquel viaje malo. Me dolió el pecho. Y supe que es mentira que la sangre iguala, porque él estaba ahí; ¿yo?: del otro lado de mi recorte vital, mirándolo.
Supe que es mentira que la sangre iguala, lo supe doblemente. Pues aunque el infierno en el que ardimos fue el mismo, los monstruos que nos azotan la frente cada día son diferentes.
Lo vi y lloré para adentro, como se hace cuando el dolor ha sido mucho y no conviene develar.
Lo vi y volví a llorar, doblemente: por él, por lo que queda de él, por lo que ya no le queda, por lo que se le ha muerto. Lloré por sus monstruos y por los míos.
Lloré porque nunca supe cómo enseñarle a domesticar aquellos demonios y ahí, desde el cuadradito de la ventana del trole, vi que siguen abrasándolo, sin tregua y hasta el fin.
Crónica urbana III. Marzo de 2013
Media tarde. La San Martín hierve. En el escalón del edificio de Turismo está sentado ‘Edward Manos de Tijera’. Parece recién salido del set de Burton: el vestuario es perfecto.
Pero no está de pie, en esa tarima transitoria de estatua viviente a crédito que se ha armado. No: está acurrucado en el escalón del edificio, los ojos más tristes de lo que conviene al maquillaje, mirando a la nada; negocios, en la vereda de enfrente (si los edificios no estuvieran, él podría proyectar sus ojos más allá o más adentro).
Pasa la gente, va y viene. Edward-estatua-fuera-de-servicio, tiene los dedos-tijera descansando en el regazo.
A cinco metros un grupo de chicas, no más de 17, se ríen histéricas: “Dale, boluda, dáselo; dice una de ellas con chilliditos agudos”. La ‘boluda’ tiene en la mano un papelito en el que escribe un número (¿de teléfono?). “¿Y si me pincha?”, pregunta. Todas se ríen que es un escándalo: todas; pero a la chica del papelito le tiembla la birome en la mano.
Sigo, doblo por Espejo, y la postal se pierde en el tumulto. Cinco minutos después, caminando por la Peatonal, veo a Edward. Ahora en bicicleta, idéntico vestuario; pero los dedos afilados descansan en el canastito.
Se alisó el pelo, la cara está igual de blanca y pálida y los ojos, finalmente, consiguieron volar más allá y más adentro en su tristeza. ¿Del papelito?: ni noticias.