Imaginemos una pareja de novios que con mucho esfuerzo e ilusión organiza su fiesta de bodas (¿recuerdan esa ceremonia arcaica que consistía en formalizar ante el mundo y en público la unión conyugal?). Contratan la sala, el servicio de catering, el DJ, el cotillón para la fiesta, la barra de bebidas y tortas, el video, el fotógrafo. La novia define el menú, elige el modelo de vestido. El novio visita al sastre para la confección del traje. Hasta las madrinas se ponen de acuerdo en los colores.
Llega el día de la fiesta. Todo va saliendo a la perfección hasta el momento en que el servicio se dispone a retirar el cubierto después del postre. Los camareros se reúnen en el centro de la sala y piden que pare la música ambiental. Uno de ellos toma el micrófono y, después de pedir disculpas a los novios y a los invitados, explica que no tienen otra alternativa para mostrar el hecho de que están trabajando en negro y sus condiciones de trabajo son precarias. Hacen un pequeño resumen de la situación y antes de despedirse nuevamente se disculpan con los asistentes.
Después, el video editado con fotos familiares de los novios, según la narrativa de la convergencia de las almas. Al finalizar, desconcertando a todos, aparece en pantalla un spot sobre una pequeña niña que sufre una enfermedad degenerativa y necesita una operación urgente en el extranjero. Las imágenes son fuertes, desgarradoras, llenas de dramatismo. Sus padres piden ayuda para pagar el elevado costo de la intervención y los gastos asociados. Las luces se encienden nuevamente y la que toma el micrófono es una parejita amiga de los novios.
Son los responsables de la picardía bienintencionada. Despliegan un póster enorme con el número de cuenta para hacer el depósito y lo pegan en un muro de la sala. También piden disculpas y agradecen la generosidad de los invitados.
Arranca el vals y se desata la fiesta. Entrada la madrugada, la sorpresa preparada por los amigos del novio: una murga estilo uruguayo que da calor popular al festejo. La gente se entusiasma con los artistas. Son buenos, le meten ganas y talento. Al terminar el show, el líder de la banda se sube a una mesa. A los gritos pide memoria, justicia y reparación para los pueblos originarios de todo el continente, a los que se vulneran sus derechos y su identidad cultural. Pide que se acaben los siglos de postergación, miseria y abandono durante los que han sido sometidos. No se disculpa, faltaba más: sería como excusarse por pedir justicia.
Podemos preguntarnos por los efectos que obtendrían tan justos y legítimos reclamos en ese contexto. Su éxito rotundo sería arruinar el espíritu festivo, sumiendo a los asistentes en una grave toma de conciencia que les quite las ganas de pasarla bien. Un efecto moderado sería que, al día siguiente, una vez superada la resaca y los efectos del baile y la trasnochada, los asistentes se plantearan seriamente el compromiso con alguna de esas legítimas causas. Cabe una tercera posibilidad, que me parece la más probable: que todo el mundo se olvide de los reclamos y las protestas porque lo importante, en ese momento, es la fiesta.
El relato parece algo rebuscado, caprichoso. No obstante, es precisamente lo que viene sucediendo con el Carrusel, tradicional festejo vendimial de inspiración carnavalesca, en el que desfilan a plena luz del día las reinas departamentales, las agrupaciones tradicionalistas, los cuadros folclóricos, las colectividades nacionales y otras agrupaciones que participan de la celebración de los mendocinos.
En los últimos años, el Carrusel viene siendo copado por diversos colectivos de plañideros y sufrientes: asociaciones ambientalistas, organizaciones contrarias a la explotación minera, reclamos docentes y protestas gremiales varias, artistas precarizados, organizaciones feministas, partidos de izquierda, etc.
El Carrusel se parece cada vez más al Corso Triste de la calle Caracas, ese desfile de comparsas que, según Alejandro Dolina, tenía el propósito (frustrado, naturalmente) de poner en resalto, detrás de máscaras y disfraces tristes, canciones y bailes lúgubres y deprimentes, la alegría interior.
La estrategia es bien sencilla: aprovechar la concentración popular para visibilizar sus reclamos. Es algo que debería servir de reflexión a esas organizaciones que no consiguen atención masiva si no es vampirizando el ánimo festivo de la gente que, como dice acertadamente Gonzalo Segovia, está ahí para ver otra cosa. También deberían reflexionar sobre el hecho de que al hacerlos en ese contexto, estos recursos de agitación lo único que consiguen es banalizar el reclamo, neutralizarlo en su gravedad y urgencia.
Podrá objetarse que no es lo mismo el ámbito privado que el público. Como si lo público aguantara cualquier cosa: realizar un funeral en medio de una fiesta de disfraces. O viceversa.
Y es que la fiesta es un asunto muy serio. El filósofo Josef Pieper desarrolló una interesante teoría sobre ella, que trataremos de resumir. Pieper piensa, al igual que los filósofos griegos, que trabajamos para tener ocio. Pero ellos no entendían el ocio como “no hacer nada”, como mero descanso y mucho menos como pereza, sino como disfrute, como aceptación gozosa de la realidad, desde la contemplación intelectual hasta los placeres sensibles.
La forma más elevada del ocio, de esa aceptación, de ese gozo, es la celebración de la fiesta. Esto excede, naturalmente, la relajación, el no-esfuerzo (o trabajo). Es justo lo contrario del trabajo. Es un tiempo separado de la cotidianidad de la rutina, un tiempo de lo extraordinario, originariamente dedicado a los dioses (domingo, “día del Señor”, o el sabbat), reservado al culto, que es causa y fin del cultivo (nuestra vendimia se inserta plenamente en esa perspectiva).
Es un tiempo de ofrecimiento voluntario y obsequioso, de prodigalidad sin término. De renovación del mundo y del hombre: por eso festejamos el nuevo año, los cumpleaños, las bodas, los nacimientos. El sentido religioso de las fiestas se ha ido perdiendo, pero está en el origen de muchas celebraciones que existen hoy.
Quien no entiende la fiesta tampoco entiende el trabajo. Sin fiesta el trabajo se vuelve inhumano. Cívica o religiosa, familiar o pública, la fiesta tiene su lógica propia que es preciso preservar, sin contaminarla ni poblarla de presencias extrañas o contradictorias.
El problema no es exclusivamente mendocino. Hace años que los argentinos convertimos los espectáculos deportivos en batallas campales; faccionalizamos políticamente las manifestaciones artísticas y culturales; confiscamos el espacio público con cualquier índole de reclamo, sin importar su relevancia. Todo vale y por eso, nada tiene valor propio.
Cualquier cambio verdadero en la Argentina debe ser cultural, profundo. Esta tarea de transformación excede los tiempos y las fuerzas de cualquier gobierno: pero alguien la tiene que iniciar.
Las opiniones vertidas en este espacio no necesariamente coinciden con la línea editorial de Los Andes.