Las urnas dieron un veredicto contundente el domingo y el campo lo vive como una catástrofe. Tiene motivos suficientes para temer ante el regreso de los K. Una reacción visceral y lógica, alimentada por el espíritu de venganza que dominó al gobierno de CFK desde su derrota en la batalla por la Resolución 125. Y que a la larga se la llevaría puesta, con el Banco Central desfalleciente a fines del 2015 y escaso hilo en el carretel.
Había puesto el pie en la puerta giratoria del único sector capaz de generar una economía competitiva. Venía creciendo a los saltos desde 1995, aprovechando la llegada de una nueva ola de tecnología y tremendas inversiones en todos los eslabones de la cadena agroindustrial, lideradas por el complejo soja.
En el upstream, todas las compañías internacionales y locales de semillas habían levantado plantas de última generación. En Rojas, Venado Tuerto, Pergamino. Se había instalado Profértil, la mayor fábrica de urea del mundo, aprovechando el gas que por entonces fluía generosamente y llegaba por el pipeline al polo petroquímico de Bahía Blanca.
Se hizo para exportar gas con valor agregado, pero a poco andar su destino fue el mercado local, que crecía a borbotones desde que los chacareros aprendieron que convenía convertirlo en trigo y maíz.
Crecían también los parques industriales y las fábricas de maquinaria en las ciudades del interior. Las Parejas, Armstrong, Marcos Juárez, San Francisco, Rafaela, Rafaela. Y en la provincia de Buenos Aires, Nueve de Julio, Tandil, Carmen de Areco, siguen las firmas.
Y en el down stream aparecían los primeros intentos de agregar valor a los granos. La intensificación ganadera, el feedlot, el tambo cada vez menos dependiente del pasto de cada día y produciendo a base de forraje conservado (silo de maíz y granos).
En eso estábamos cuando llegó la teoría de "la mesa de los argentinos". Ya sabemos lo que pasó. En diciembre de 2015, el campo celebró como nadie el fin de la pesadilla y respondió fuertemente al estímulo de la libertad. Retomamos el crecimiento y ni la feroz sequía del 2018 lo detuvo. Este año levantamos la mayor cosecha de la historia y la economía ya lo estaba sintiendo.
Por eso, es absolutamente lógica la reacción de desazón, angustia y temor. Y también, la esperanza de revertir el resultado electoral el 27 de octubre.
Pero mientras tanto, hay una tarea muy concreta: convencer al conjunto de la sociedad de que el campo vale la pena. Que la agroindustria es la llave de la puerta del tesoro todavía escondido para la mayor parte de la gente. Si la Argentina no saltó en mil pedazos todavía es por el dinamismo de las exportaciones agroindustriales.
Hay producción, hay mercados. El mundo vuelve a mirar a la Argentina como un gran proveedor de alimentos. Que además se producen con los sistemas más avanzados del planeta en materia de sustentabilidad, huella de carbono y eficiencia en el uso de los recursos, atributos cada día más valorados.
Generando empleo competitivo, con la construcción de nueva infraestructura, puertos, vías navegables, rutas, conectividad. Camiones, camionetas, neumáticos. Cemento, energía y bioenergía en particular. Vinculación entre los dos grandes polos competitivos: la Vaca Muerta del sur y la Vaca Viva de la región centro, el NEA y el NOA. Desde la soja y los limones, al vino, la alfalfa y los arándanos, las cerezas, la papa y el tomate.
La mesa de los argentinos estará siempre bien servida. La gran esperanza, quizá la única en el corto plazo, es generar un flujo de exportaciones competitivas. “No alcanza”, dirá alguno agarrándose de muletillas del pasado. Tendrían que haber estado la semana pasada en el congreso de Aapresid, para convencerse de que el campo no es lo que se ve a simple vista.
Decía Zitarrosa: “Como el témpano flotante, por debajo hay un gigante sumergido que estremece”. Es un mensaje para la oposición, por si es gobierno. Y también para el gobierno, si logra dar vuelta la historia.
Por Héctor Huergo