Los afrocuyanos fueron cofundadores de la industria vitivinícola de Argentina, Chile y Mendoza en particular. Así se desprende de un estudio publicado recientemente en una revista científica internacional (Estudios Atacameños 53, 2016).
Esta tesis viene a cambiar el paradigma vigente sobra la identidad de la viticultura de Mendoza, pues derriba el mito del inmigrante europeo como fundador: cuando llegaron los italianos y franceses, la viticultura ya llevaba tres siglos como principal actividad económica de Mendoza, debido en buena medida, al trabajo especializado de los afrocuyanos. Estos representaban más del 20% de la población de Mendoza en vísperas de la independencia, y sentaron las bases de la matriz productiva que luego, los inmigrantes se limitaron a ampliar y concentrar en pocas grandes empresas.
La evidencia documental muestra cómo, desde mediados del siglo XVII hasta comienzos del XIX, los afrocuyanos realizaron un aporte significativo en las diversas tareas culturales necesarias para cultivar la viña, elaborar el vino y el aguardiente, envasarlo, transportarlo a los mercados y comercializarlo.
Los esclavos desempeñaron diversos oficios en las haciendas vitivinícolas de Mendoza. Los albañiles levantaban los muros de bodegas, lagares, corrales de alambiques, talleres, molinos y cierres perimetrales de las viñas. Los carpinteros se ocupaban del enmaderamiento de viñedos y bodegas, incluyendo el trabajo necesario para puertas, ventanas, techos y sistemas de sostén y conducción de las cepas.
También se ocupaban de fabricar y mantener las carretas para transportar el vino a los mercados. Los botijeros proveían vasija para fermentación, conservación, crianza, añejamiento y envase de los vinos. Otros manufacturaban odres de cuero, mientras los toneleros fabricaban pipas y barricas. Por su parte, los caldereros y herreros labraban alambiques, serpentines, pailas y demás recipientes necesarios para calentar líquidos y destilar aguardiente.
Dentro de la viña, los afroamericanos dominaron el arte de cultivar y podar las plantas. Además de la producción, contribuyeron al transporte y la comercialización de vinos y aguardientes. Algunos sirvieron en las tropas de carretas y empresas de arriería para conectar las zonas de producción con los mercados. Participaron de un sistema multimodal de transporte, capaz de enlazar los mercados del Atlántico y el Pacífico. Otros esclavos participaron de la comercialización de vinos al detalle a través de las pulperías.
Los afroamericanos también aportaron innovaciones en el mundo de la vid y el vino. Hasta comienzos del siglo XVIII, solo se cultivaba en Mendoza la llamada “uva criolla chica”. Los jesuitas introdujeron la moscatel de Alejandría entonces, pero solo dentro de su viña “N.S. del Buen Viaje”. La diversificación del patrimonio vitícola en las haciendas laicas comenzó por iniciativa del mulato Esteban, liberto de Mendoza, el cual fue el primero en cultivar la variedad moscatel de Alejandría, a comienzos del siglo XVIII. Posteriormente, esta innovación fue imitada por otros viticultores laicos de Mendoza, San Juan, Coquimbo y el Valle Central de Chile.
A partir de la convivencia de la criolla chica y la moscatel de Alejandría, se abrió el camino -por el cruce de las anteriores- para el surgimiento de las variedades criollas, como torrontés, Pedro Giménez y moscatel rosada, entre otras. De este modo, la comunidad afroamericana brindó un aporte trascendente para el enriquecimiento de la viticultura del Cono Sur de América, la cual es la base característica de los aguardientes andinos como el singani y el pisco chileno.
La presencia de los afroamericanos y sus descendientes en explotaciones vitivinícolas de pequeñas dimensiones, generó las condiciones para un mayor roce cultural y biológico con las capas de población hispanocriolla, indígena y mestiza. A través de su trabajo en la industria del vino y los oficios conexos, se produjo una experiencia de integración significativa con la sociedad, sobre todo en sectores medios y populares. Surgieron relaciones de amistad y familiares, a veces legales, otras de hecho. Contribuyeron así a la construcción de la cultura del trabajo, como creando pequeñas islas de laboriosidad en un mar de cultura de la renta.
El mundo del vino abrió grietas, a través de las cuales algunos esclavos pudieron mejorar su situación. Por medio de redes sociales y de su trabajo personal, trataron de avanzar hacia la manumisión y, una vez obtenida, se incorporaron a la industria del vino como pequeños empresarios. Algunos compraron mulas y se dedicaron a la arriería, sobre todo para servir las rutas de Chile a Cuyo y de allí al noroeste.
Otros se integraron a los circuitos comerciales del vino al por mayor: compraban vino, lo envasaban, aviaban y remitían a los mercados. La coronación de este proceso fue el acceso de los libertos a la pequeña hacienda vitivinícola y a la innovación, como fue el caso de Esteban Carrillo.
Los africanos y sus descendientes tuvieron un papel considerable en los siglos fundacionales de la vitivinicultura en la región. La industria emblemática de Chile y la bebida nacional de Argentina tuvieron su origen en la sangre, el sudor y las lágrimas de los trabajadores afroamericanos. La imagen del africano trabajando esforzadamente en el campo, ya no queda restringida a las plantaciones azucareras de las Antillas, Brasil y Perú o los algodonales, tabacales y cafetales de Luisiana, México, Brasil y Colombia. El papel de los afroamericanos fue decisivo, también, en la industria vitivinícola de Chile y Argentina.
Es tiempo de activar la memoria, en el sentido de traer al presente los hechos del pasado y, en el plano de la cultura de la vid y el vino de ambos países, ello implica recuperar y resignificar el aporte del afroamericano, para lograr elevarlo a la altura de cofundador de esta industria.