Ingresando de lleno en un año electoral es importante tomar apuntes sobre algunas prácticas políticas de antaño, como las de identificar a la patria toda con una facción política o utilizar el prestigio de quienes ya no existen.
En épocas de Juan Manuel de Rosas no sólo había que ser oficialista, además era menester demostrarlo. Los federales debían llevar el bigote acompañado por patillas. En caso de no poseer uno, usaban un postizo, llegando a pintarlos con corcho quemado.
El Restaurador buscó integrar sus distintivos al ritual patrio, de este modo, ser rosista era ser argentino. Así, la divisa punzó debía llevarse “junto al corazón” por decreto. Además existieron todo tipo de accesorios rojos y estampados con imágenes de la familia Rosas o frases oficialistas. Entre estos encontramos guantes, pañuelos, abanicos, chalecos, corbatas, moños, libros, objetos de uso doméstico, etcétera. En su libro: Facundo, Sarmiento escribió al respecto: “En 1820 aparecieron en Buenos Aires, con Rosas, los Colorados de las Conchas; la campaña mandaba a este contingente. Rosas, veinte años después, reviste, al fin, la ciudad de colorado: casas, puertas, empapelados, vajillas, tapices, colgaduras, etc., etc. Últimamente, consiga este color oficialmente, y lo impone como una medida de Estado”.
La facción opuesta no se quedaba atrás: llevar levita, chaqueta y frac era cosa de unitarios, al igual que la barba cerrada, sin bigote y el color celeste.
Rosas se valió además del único medio que existía entonces para llegar a todos: la Iglesia. En los templos católicos, llegó a sustituirse el celeste de la Inmaculada Concepción por el rojo. Algunos sacerdotes iniciaban las misas diciendo frases como: “Si hay entre nosotros algún salvaje unitario, que reviente” y tras la celebración siempre se daba un sermón contra los enemigos de la Santa Federación.
La imagen del líder estaba por todas partes, en las paredes de los santuarios, en los despachos políticos y hasta en el forro de los sombreros. Los artistas, nauseabundamente aduladores, representaban ejecuciones unitarias y a medida que aumentaban los fusilamientos reales y el terror, lo mismo sucedía en la ficción. Buenos Aires era un circo de sangre.
El Restaurador fue además pionero en el uso político de los muertos, inaugurando una tradición aún vigente. Comenzó con Dorrego. Tras un año de su fusilamiento por órdenes de Lavalle, Rosas accedió al poder y exhumó los restos del coronel. El cuerpo estaba tan bien conservado, que se habló del milagro federal. Luego de una breve autopsia fue conducido del pueblo de Navarro a la capital. Se llevó a cabo un homenaje sin igual.
Rosas se mostró entonces como un federal convencido y continuador de Dorrego, ante una sociedad aún conmocionada por su fusilamiento. Casi contemporáneamente su esposa -Encarnación Ezcurra- le enviaba misivas tratando de prostituta a la viuda de Dorrego: “No sé si te he dicho –escribió- que don Luis Dorrego y su familia son cismáticos perros [los rosistas llamaban cismáticos a la facción federal contraria], pero me ha oído este ingrato y si alguna vez recuerda mis expresiones estoy segura tendrá un mal rato; la viuda de don Manuel Dorrego también lo es, aunque en esta prostituida no es extraño” (Carta de Ezcurra a Juan Manuel de Rosas, del 4 de diciembre de 1833).
Dorrego fue el primero de muchos. Rosas fue empoderándose del prestigio ajeno realizando actos similares a lo largo de los años, entre otros “homenajeó” a Cornelio Saavedra, Feliciano Chiclana, Miguel Matheu, Gregorio Funes, Gregorio Perdriel, Marcos Balcarce y Juan José Paso.
Ante este panorama, conociendo la raíz primigenia del asunto, nos preguntamos si Yrigoyen, Evita, Perón y Alfonsín se volverán parte de las campañas venideras o sólo habrá sueltas de globos amarillos en las esquinas.