Yo quise ser Roberto Rosas, veía en él lo bueno, lo justo, lo deseable, quería pararme frente a las cosas y las personas con esa impenetrabilidad que demuestran los que saben: qué, cómo y cuándo. Parecerse, o mejor aún, ser Rosas, era transformarme en un personaje admirado y vituperado a la vez, son esas raras y definitivas posiciones que surgen únicamente cuando un sujeto es importante, eso era ser importante con sus consecuencias.
Él es como un árbol, profundamente fijo a la tierra, parado por sus propios medios, con múltiples ramas que se alejan de su centro de las que salen frutos y semillas que se esparcen en direcciones impensadas, cobijo, sombra y oxígeno. ¿Cuántos germinaron de él? Yo creo que muchos.
Roberto Rosas no es mezquino, deja que sus semillas se le vayan, le gusta que eso pase, no pide nada a cambio y quizás podría. Yo quise ser así, quise ser un árbol que resiste la tormenta con lo que tiene y lo que es, que a veces florece y otras aguanta.
Porque lo poderoso es resistir la consecuencia de tomar una decisión, estar ahí parado y quedarse aunque se venga el diluvio. Yo quise sentir esa claridad, quise ponerme acá y acá quedarme, quedarme porque podía creer en eso más que en todo el bullicio del mundo, quedarme para fundar otro mundo.
Siempre tuvo las manos grandes y rústicas de hacer cosas, de meterlas en el metal y sacar gente de ahí donde parecía solo haber: chatarra, óxido y filos urticantes.
En esas manos cabían muchas cosas, cabía su casa modesta en Villanueva y su enorme taller de El Bermejo, cabían las vistas de otros artistas, de personas comunes, de niños, cabía la responsabilidad de ser él, de multiplicar el mensaje del que estaba convencido a cuanta persona quisiera escucharlo, en esas manos cabía yo, y estaba bien, siempre fue un lugar seguro.
(Escrito antes del fallecimiento de Roberto, en el blog personal de Fernando Rosas)