El cerro Aconcagua es la montaña más alta del planeta fuera de Asia (tomando como parámetro el nivel del mar). Aunque forma parte del Cordón Limítrofe, este macizo de 6.960,8 m se encuentra íntegramente en territorio mendocino. Los glaciares y arroyos de la cara Oeste del cerro tributan al río Cuevas/Mendoza, por lo tanto no es una cumbre divisoria de aguas.
El Aconcagua ha sido un ícono geográfico y cultural durante al menos 500 años, como lo prueba el sacrificio de un niño con su ajuar funerario, depositado en una arista del cerro durante la influencia incaica en Cuyo.
Esta montaña es también una fuente genuina de ingresos para nuestra comunidad. Tanto los turistas que se contentan con fotografiarla desde Horcones como los montañistas que dedican dos semanas a probar suerte con la cumbre, alimentan una industria que genera riqueza y empleo con relativamente bajo impacto ambiental. En torno a este polo han prosperado nuevas profesiones (guías de montaña, porteadores) e instituciones sanas y exitosas (la escuela de guías de la provincia). El cerro también genera ingresos directos al Estado.
Cada verano, más de 5.000 visitantes pagan permisos de trekking o ascenso, que van desde los 300 pesos hasta los 950 dólares por persona. Los 13 operadores privados registrados pagan impuestos y tasas al Parque Aconcagua, a la Municipalidad, a la Provincia y a la Nación.
Como contrapartida, el Estado proporciona asistencia, control y servicios a turistas y montañistas. El Parque Provincial Aconcagua, que depende de la Dirección de Recursos Naturales Renovables de Mendoza, es el organismo a cargo de proteger y gestionar este patrimonio.
Hasta la década de los 80 el Aconcagua era controlado por el Ejército, que supervisaba las ya numerosas expediciones y realizaba los rescates. En 1983 un grupo de andinistas, prestadores de servicios y funcionarios mendocinos, impulsó la creación del actual Parque Provincial (mediante el decreto-ley 4807/83). Esta norma y otras posteriores, como la Ley 6.045, crearon el marco de conservación vigente.
Sin embargo, la reserva no cuenta aún con un plan de manejo que logre articular las visiones que conviven en esta montaña: criterios ambientales, administrativos, comerciales o simplemente disfrutar de su poderosa compañía. (El Gobierno cuenta con un plan de manejo preliminar, encargado por la administración anterior a la consultora Neoambiental, de Buenos Aires, pero no está claro si lo va a llevar adelante).
Más allá de la oportuna protección al recurso, un aporte de los pioneros del 83 fue decidir que el trámite de ingreso tuviera que ser en persona y en Mendoza. Esto benefició al sector turístico local, que competía con la logística y servicios que ofrecía Santiago de Chile. En los 34 años posteriores decenas de miles de montañistas -seguramente más de 100.000- pasaron al menos un par de días en nuestra ciudad capital, con el consiguiente beneficio para hoteles, transportes, restaurantes, negocios de montaña, supermercados, bodegas, etc.
Durante los 90 y la primera parte de este siglo la cantidad de andinistas en el Parque creció en forma sostenida hasta pasar los 7.000 visitantes por temporada, en sintonía con el auge global del turismo aventura (concepto que encierra una contradicción: si por turismo entendemos los viajes planificados, la aventura es lo contrario, una "empresa de final incierto").
Eran años de números positivos para el Estado y para los privados. El gobierno creó el Fondo de la Naturaleza, una cuenta específica a la que iban a parar las divisas que generaban el Aconcagua y otras reservas. En la temporada 2003-2004, por ejemplo, el Parque "facturó" casi tres millones de pesos, de los cuales la gestión insumió un 50%. El millón y medio de pesos restante no fue a parar a las arcas generales de la provincia sino que se destinó a la Red de Áreas Naturales Protegidas.
Pero en el 2008 cambió el viento. En marzo de ese año terminó la temporada más concurrida que haya tenido el Aconcagua, con un récord de 7.658 andinistas, entre ascensos (4.548) y programas de trekking. A partir de ahí fue todo cuesta abajo. Para el verano siguiente se vendieron 500 permisos de ascenso menos. Lo único que creció en los años siguientes fueron las dificultades presupuestarias del Parque y las preocupaciones del sector privado.
Y los costos. La prestación de servicios, tanto estatales como privados, se tornó más compleja. Las expediciones de montañeros rústicos y autosuficientes se transformaron en grupos atendidos por chefs profesionales, en domos con calefacción. El Parque incorporó el servicio médico y el empleo de helicópteros para evacuaciones y abastecimiento. La actividad de montaña, con sus actores tradicionalmente informales como arrieros y guías, se vio obligada a lidiar con habilitaciones, impuestos y responsabilidades legales.
Para la temporada 2014-15 la cantidad de personas que intentó subir el Aconcagua estaba en niveles similares a los de 1998 (poco más de 2.700 permisos de ascenso). Pero la logística e infraestructura actuales -léase costos- están ¡literalmente! a un siglo de distancia.
El verano pasado (2016-17), marcó un nuevo "cambio de pendiente", impulsado más por las caminatas por el día o de tres a siete días que por los ascensos a la cumbre; pero cambio al fin. De acuerdo a las cifras que la Dirección de Recursos entregó a los prestadores privados, entre noviembre de 2016 y febrero de 2017 ingresaron al Parque 6.017 andinistas. Esto representa un aumento de 11,18% respecto de la temporada anterior. "El mayor incremento -indica la información- se dio en los ingresantes para trekking, con un aumento de 20,53%, llegando a 3.158 visitantes". En la categoría "ascenso" también se revirtió la tendencia, pero en un porcentaje menor, de 2,45%. La cantidad de montañistas que pagaron hasta 945 dólares por el derecho a intentar la cumbre fue de 2.859; es decir que sigue en el mismo nivel que a fines de los 90.
El desafío sigue siendo gestionar la tensión inevitable entre desarrollo y conservación. En este debate siempre me resuena un concepto que escuché de Alejandro Randis, mentor de nuestra escuela de guías, hace ya varios años: la comunidad que vive en y de las montañas es parte del ecosistema, y sus intereses deben ser incorporados a la ecuación.
Las opiniones vertidas en este espacio no necesariamente coinciden con la línea editorial de Los Andes.