Debemos a Max Weber, padre indiscutido de la ciencia social contemporánea, el par de categorías más célebre y recurrida para explicar los criterios de comportamiento moral: ética de la responsabilidad y ética de la convicción. Según Weber adoptamos una conducta específica recurriendo o bien a la idea de que somos responsables por nuestros actos en determinadas circunstancias y contextos, o bien a principios o ideales que juzgamos como imperativos.
Este esquema de decisión moral se aplica frecuentemente a las conductas electorales: ¿preferimos el partido o candidato que representa puntualmente nuestras ideas o convicciones, independientemente de las chances reales que tiene de ganar (ética de la convicción), o nos inclinamos por ese partido o candidato que nos representa parcialmente, pero tiene más posibilidades de ser electo, o está en condiciones de imponerse a las alternativas que nos generan mayor rechazo (ética de la responsabilidad)?
Casi un siglo después Robert Spaemann explicaría que esa distinción ni es tan acertada ni tan útil para comprender los tipos de razonamiento moral. Hace falta algún principio -o convicción- diverso del puro contexto para decidir actuar bien. Por otra parte, quien sostiene una convicción moral asume que es su responsabilidad sostenerla con sus actos.
Cabe preguntarse si el esquema sirve para analizar el voto de derecha en la actual campaña. Como es sabido, este voto se orienta hoy a dos propuestas con afinidades ideológicas pero también con diferencias: el Frente Despertar, de signo liberal, que impulsa la fórmula Espert-Rosales, y el Frente Nos, de signo nacional cristiano (católicos y evangélicos) que promueve la fórmula Gómez Centurión-Hotton. Derecha liberal y derecha nacional, respectivamente.
Las dos derechas
A primera vista son partidos con una fuerte impronta ideológica que responden a la ética de la convicción. Un examen más cercano revela que son otras las motivaciones de estas fuerzas políticas emergentes.
La llegada de Mauricio Macri a la presidencia en 2015 despertó muchas expectativas -algunas bastante fundadas, otras menos- en el campo ideológico de la derecha, para la que el kirchnerismo había sido la suma de todos los males.
Los liberales pensaban que Macri avanzaría con políticas favorables al Mercado, desregulación de la actividad económica y reducción del gasto público. Los nacionales esperaban que se suspendiera la agenda educativa y cultural de izquierda, se reconstituyeran las fuerzas armadas y de seguridad, se rectificaran las políticas garantistas y de derechos humanos centrados en el punitivismo, y se bloqueara el proyecto de despenalización del aborto.
El plan de gobierno sólo parcialmente incorporaba estas políticas. No solamente fracasó en cumplir esas expectativas, sino que también lo hizo en su propio programa mínimo: estabilización y crecimiento económico, eliminación de la inflación, integración en el mercado global.
A partir del tercer año del gobierno de Macri se generalizaron las críticas por derecha: desde el kirchnerismo de buenos modales al zurdoprogresismo cambiemita, pasando por el inevitable socialismo amarillo.
En esas críticas no parecía haber una comprensión propiamente política.
La innegable responsabilidad del gobierno no les dejaba ver otros factores fundamentales de apreciación: un gobierno débil frente a un programa de reformas estructurales imprescindibles pero totalmente desproporcionado para sus fuerzas y recursos.
Las derechas emergentes confunden ideología, una construcción teórica, con política, el arte de lo posible, el ejercicio del poder.
Lo volvieron a hacer cuando lanzaron sus respectivos espacios políticos, diseñados con una gran coherencia ideológica pero con una muy limitada capacidad electoral y política.
Los dos demonios
¿Ética de la convicción? Más bien parece despecho y penalización. La clave está en que no se buscan construir progresivamente fuerzas políticas alternativas mediante un crecimiento que vaya de los cargos legislativos a los ejecutivos (que sería lo más indicado para estos partidos “temáticos”), sino proponer candidaturas presidenciales para castigar la inconsecuencia o traición de Macri, disminuyendo el caudal electoral necesario para su reelección.
Para erigirse en tercera(s) fuerza(s), es imprescindible suprimir la lógica del mal menor, estableciendo una equivalencia entre el gobierno de Macri y la oposición encabezada por los Fernández: los dos son igual de malos.
Lo cierto es que esa equidistancia es ficticia.
Alberto Fernández da señales de impulsar políticas de expansión del gasto público, aumento de la presión fiscal y mayor intervencionismo estatal. Se pronuncia explícitamente a favor de la legalización del aborto y de la profundización de políticas de género. Avanza hacia un acuerdo con las corporaciones más poderosas.
Cristina Fernández se muestra favorable a la limitación de los márgenes de rentabilidad de las empresas y cuestiona el principio constitucional liberal de división de poderes.
Sectores que apoyan la fórmula Fernández-Fernández muestran su voluntad de promover otras iniciativas confiscatorias de la propiedad, retornar a las regulaciones de mercado y controlar información y medios.
Del lado del Gobierno no parece haber una asimetría estricta con cada propuesta del neokirchnerismo, pero es razonable pensar que su plan para un segundo periodo es mucho más cercana a las derechas.
Y es claro que muchas políticas que proponen los Fernández están excluidas de la agenda de Macri.
Peor siempre es peor
Algunos simpatizantes de las derechas defienden su voto diciendo que si ganan los Fernández todo será más claro, el conflicto adquirirá contornos netos e inequívocos y no habrá que lidiar con falsos amigos y aliados tibios. Es curioso observar cómo reproducen la lógica típica de la escatología de izquierdas: “cuanto peor, mejor”.
Es probable que quienes hoy se pronuncian públicamente por la libertad económica o de enseñanza, mañana tengan que luchar por el derecho a expresarse libremente. Siempre se puede estar peor, y eso nunca es bueno: este es un axioma de la política que muchos no entienden.
Tradicionalmente el nacionalismo ha confundido acción política con retórica y tertulias literarias. El liberalismo, por su parte, parece mucho más preparado para criticar al gobierno que para ejercer el poder. Más allá de las declaraciones, podemos decir con Julio Irazusta -historiador del nacionalismo republicano- que para ambos la política sigue siendo la “cenicienta del espíritu”.