Si de costumbres mendocinas se trata, muchas de ellas estarán relacionadas con las típicas acequias mendocinas. Sin embargo, la mayoría quedaron guardadas en la memoria de otros tiempos y se fueron con el agua que ya no corre por ellas.
Con la nostalgia que se adhiere a los recuerdos de la infancia, el humorista Cacho Garay rememora juegos junto a los cauces de aquellas que regaban las fincas que lo vieron crecer.
"De las acequias tengo recuerdos lindos. Mi papá era contratista de viña. Entonces, de chicos mi mamá nos llevaba con ellos, no alcanzaba para niñera. Allí podíamos jugar y de paso también ayudábamos, pero eso no era trabajo infantil como se entiende ahora. Recuerdo cuando mi mamá me mandaba a juntar hinojo para los conejos", cuenta.
Cuando el sol pegaba fuerte a la hora de la siesta, era la acequia la que daba a los niños la oportunidad de refrescarse y de paso divertirse; era el momento esperado. "También nos bañábamos en el canal, nos colgábamos de la rama del sauce y nos tirábamos tipo Tarzán (ríe); más de una vez se cortaba y caíamos donde menos pensábamos, pero entonces los cartílagos, los huesos y el cuerpo era más resistentes".
Con sus amigos hacían una especie de represa con ramas para tener más agua. Con humor recordó que su madre renegaba mucho porque "antes vendían calzoncillitos blancos y solo teníamos eso, pero con el agua turbia quedaban negros y no volvían a ser blancos".
Armaban una pelota de trapo para entretenerse en medio de tanta tierra y luego del partido quedaban verdaderamente sucios, entonces, cuando caía el sol nuevamente volvían a la acequia para quedar al menos un poco más limpios. "Era mágico", suspira.
Con los años, un poco más grandes, "para nosotros era como ahora la pileta; ir a una era una utopía, no había, menos donde yo vivía". Eso era en la zona de Russell en Maipú y luego se trasladaron a la intersección de las calles Vieytes y Espejo, en el mismo departamento. Allí trabajaba su padre, en la finca de 3 hectáreas de don Carmine Granata.
Según comentó, en la década del '60 abrió una pileta pública, La Sirenita, que fue furor y donde la gente hacía largas colas para entrar, pero que igualmente resultaba costosa para el poder adquisitivo de su familia.
En la época de la corta de agua, en julio o agosto, había que ir a limpiar el cupo, una porción del recorrido del canal. Era el ramal que distribuía el agua a las diferentes viñas que se limpiaba entre todos de acuerdo a la proporción de la finca. "Eso es algo que no me gustaba", acota.
Cacho también habló de una mascota, Arturo, un sapo que encontró en una acequia y llevó al patio de su casa. "No sé si me entendía, pero lo llamábamos y aparecía. Nos divertía verlo comerse cucarachos", explica.
Mencionó a los troceros, quienes se encargaban de mantener limpias las calles y acequias. Ellos llegaban en grupo en sus bicicletas y cada uno se encargaba de una sección. Era entonces cuando para limpiar y regar, la acequia les proveía del agua necesaria, la cual sacaban con unos tachos atados con cadenas: "Su trabajo era como una cosa rítmica, reboleando los recipientes; las calles estaban limpias; eso hoy sería una fuente inagotable de trabajo".
Pero las cosas han cambiado y ya no corre agua por la mayoría de las acequias. Por eso Cacho llamó la atención sobre la responsabilidad que compete a la sociedad, que arroja en ellas todo tipo de desechos. Por esa misma causa reconoció que aun en aquellas donde todavía puede verse el líquido viajar "la gente tiene miedo de que los chicos se metan, porque se pueden pinchar o cortar, pero los únicos responsables somos nosotros (...) Cuando yo era chico se decía en la tele y la radio: demos más belleza a Mendoza, la ciudad más limpia del mundo... qué lejos ha quedado eso", reflexiona.