La presidenta de la Nación pareció reconocer, finalmente, que las consecuencias de un default serían mucho más delicadas que el cumplimiento de cualquier fallo judicial. Con su discurso de anteayer en Rosario, durante la conmemoración del Día de la Bandera, Cristina Fernández disipó los temores a una malvinización del conflicto por la deuda con los holdouts y a que quedara como Leopoldo Galtieri en 1982, esclavo de sus bravuconadas.
Luego de casi una semana de tensión en los mercados y de duros conceptos desde el Gobierno hacia los fondos buitre y el Poder Judicial de los Estados Unidos, la primera mandataria pegó un volantazo discursivo y anunció su voluntad de cumplir con el cien por ciento de los acreedores de la Argentina, incluido el 7 por ciento de bonistas que no adhirió a los canjes de deuda de 2005 y de 2010.
La Presidenta puso así fin, al menos por ahora, a una escalada prebélica que, como bien fue definida por la diputada Elisa Carrió, se empezaba a asemejar al episodio de la Guerra de las Malvinas: invadir las islas para retirarse y negociar y, luego, atrapados por el populismo, quedarse allí hasta ser absolutamente derrotados.
Desde el mismo momento en que la Corte Suprema estadounidense dejó firme el fallo del juez de Nueva York, Thomas Griesa, distintos sectores empresariales intentaron transmitir al Gobierno argentino un mensaje: pese a la derrota judicial, la opción por el camino de la racionalidad y la prudencia podría conducir a transformar la crisis en una oportunidad. Concretamente, en la oportunidad de dejar atrás un largo problema y de reconstruir la credibilidad de la Argentina en el mundo.
Pese a que el Gobierno no hizo más que transmitir desorientación frente a la ratificación de la sentencia favorable a los holdouts, tanto Cristina Fernández como sus principales colaboradores tuvieron claro desde un principio que la única alternativa que tenían por delante era una salida negociada en el juzgado de Griesa. Hubo, en tal sentido, señales de que, más allá de los gestos hostiles hacia la contraparte en la disputa judicial, había voluntad negociadora.
El secretario legal y técnico, Carlos Zannini dijo, a los legisladores nacionales de la oposición, que “el juez Griesa abrió una ventana para negociar y vamos a mandar una misión a negociar”. Agregó que el Gobierno efectuó un gran esfuerzo para normalizar las relaciones con el mundo y que no lo iban a rifar.
El problema es que el kirchnerismo siempre ha tenido una concepción muy particular sobre lo que entraña la palabra negociación. La Presidenta y algunos de sus funcionarios más cercanos creyeron que se podía presionar a Paul Singer, cabeza del fondo NML Elliot, y al propio juez Griesa, de la misma manera que Guillermo Moreno se plantaba frente a empresarios locales.
Por eso, no bien se conoció la decisión de la Corte norteamericana, el Gobierno pretendió negociar a los gritos y a través de la cadena nacional, generando una situación de máxima tensión, desde una supuesta posición de fuerza, cuando era claro que la única posición de fuerza la tenían los representantes de los fondos buitre, con un fallo judicial en sus manos que ordena a la Argentina pagar.
La amenaza del ministro de Economía, Axel Kicillof, de modificar la jurisdicción del pago a los bonistas que aceptaron el canje de deuda, para evitar eventuales embargos y eludir lo dispuesto en el fallo de Griesa, fue parte de esa estrategia discursiva. Pero pareció morir antes de nacer. No sólo porque el magistrado neoyorquino decidió prohibir esa maniobra por considerarla violatoria de sus disposiciones, sino también porque es difícil pensar que los tenedores de bonos que se rigen por la legislación extranjera acepten fácilmente un canje por otros bajo la órbita de la Justicia argentina.
Más que asustar a los “buitres” y al juez Griesa con el supuesto plan épico de declararse en rebeldía y no acatar el fallo, amparándose en que la Argentina quiere pagar pero no la dejan, la actitud oficial sembró pánico en los mercados. El riesgo país inició un peligroso camino ascendente que amenazó con dilapidar de la noche a la mañana todo el trabajo que el Gobierno intentó hacer para volver al mercado de crédito internacional arreglando con el Ciadi, con Repsol y con el Club de París.
Caer en default significaría un costo mucho mayor que los 1.330 millones de dólares que se adeudaría a los fondos NML Elliot y Aurelius, e incluso superior a los 15.000 millones que, según la imprecisa estimación del Gobierno, debería pagar la Argentina al resto de los bonistas que no aceptaron los canjes de deuda. Incurrir en una nueva cesación de pagos implicaría verse privado de inversiones, perder cientos de miles de puestos de trabajo, carecer de financiamiento para desarrollar nuevas obras públicas, no explorar los yacimientos de Vaca Muerta, desfinanciar a las provincias y acentuar la recesión y la fuga hacia el dólar.
Un cóctel explosivo para un gobierno que, en las postrimerías de su mandato, tiene a su vicepresidente al borde del precipicio y parece demasiado preocupado por blindar su salida nombrando conjueces amigos y eliminando a fiscales hostiles ante la corrupción, como José María Campagnoli.
El intento de negociar al mejor estilo de Pepe Galleta -el singular guapo en camiseta que popularizó Pepe Biondi en los años 60- había puesto de manifiesto sus limitaciones. Algo que pareció entender finalmente la Presidenta, cuando anteayer desactivó su propia bomba y anunció su voluntad de llegar a un acuerdo con los bonistas que demandaron a la Argentina.
Se espera que la primera propuesta del Gobierno a los representantes de los fondos favorecidos por el fallo de Griesa sea ofrecerles iguales condiciones a las aceptadas por el 92,4% de bonistas que adhirió a los canjes de deuda y solicitar al juez la reposición del amparo mientras dure la negociación, para evitar embargos que pongan en peligro el pago de bonos reestructurados cuyo vencimiento se producirá el 30 de este mes. La respuesta a esa propuesta sería negativa, por lo que la Argentina debería apurar una negociación sobre la forma de pago de los 1.330 millones de dólares adeudados antes de que opere el default, treinta días después del citado vencimiento.
La mejor alternativa, según fuentes del sector financiero, pasaría por dar a los holdouts beneficiados por la sentencia, un nuevo bono del Estado con características similares al empleado para indemnizar a Repsol por la expropiación de sus acciones en YPF. Ese pago debería ser el resultado de una decisión del magistrado neoyorquino y no de una oferta voluntaria del gobierno argentino, a fin de no disparar la cláusula RUFO, que obliga a extender a los bonistas que ingresaron al canje las ventajas ofrecidas posteriormente a otros acreedores.
El aspecto más urticante pasaría por la exigencia del 6% restante de los holdouts de recibir igual tratamiento que los acreedores beneficiados por Griesa. El Gobierno estimó en alrededor de 15.000 millones de dólares esa demanda, aunque podría ser bastante mayor -según el economista José Luis Espert podría llegar hasta 25.000 millones- si se consideran los punitorios.
Cualquier solución será costosa y pondrá en evidencia que el canje de deuda no ha sido tan exitoso como se lo presentó y que ha tenido vicios visibles, como la ley cerrojo, que justificó las acciones judiciales de quienes no ingresaron al canje y, como la mencionada cláusula RUFO. Cristina Fernández podrá esgrimir que ningún ordenamiento jurídico puede "reventar" al 92% para favorecer al 1%, pero no podrá alegar las propias torpezas de su gobierno.