A todo o nada - Por Edgardo R. Moreno

A todo o nada - Por Edgardo R. Moreno
A todo o nada - Por Edgardo R. Moreno

Mauricio Macri quería comunicar una actitud y un gesto. Concurrió al Congreso al efecto prioritario de expresar una voluntad politica: disputará a todo o nada la continuidad de su proyecto.

Necesitaba decirlo de frente en ese ambiente previsiblemente hostil que la oposición le tenía preparado. Para que resonara con claridad en otros oídos: los de aquellos que lo votaron y sobre el final de su mandato vacilan por efecto de la crisis económica y las disputas internas del Gobierno.

Cristina Fernández también quería comunicar su candidatura, contra viento y marea. Preparando al detalle su ausencia del día siguiente -como en el traspaso frustrado del mando en diciembre de 2015- también fue al Congreso a buscar resonancias.

Necesitaba decirle al estrado oficialista que lidera un movimiento político perseguido por una potencia imperial. Potencia a la que acusa de haber fraguado sobre su nombre sombras infundadas de corrupción.

Y decirlo también para que resuene en otros oídos: los de aquellos que alguna vez le confiaron el voto y luego vieron con desconsuelo certezas inocultables de la corrupción sospechada.

El país político suele manifestarse horrorizado con esa grieta persistente que sus dos últimos presidentes simbolizan de manera emblemática. Pero es el dato insoslayable del año electoral.

Acaso convenga avanzar en el análisis de las dos racionalidades opuestas en torno sus liderazgos, antes que escaparle a esa realidad con alusiones peyorativas a los componentes emocionales que aglutinan a los núcleos duros e inconmovibles de Macri y Cristina.

Ambos están convencidos de conducir un proceso de transformación social. Los dos se reivindican como el cambio y convocan a sus seguidores a construirlo contra la resistencia de fuerzas retardatarias y conservadoras.

En su discurso en el Senado, Cristina intentó justificar los procesos judiciales en su contra con la excusa del lawfare. Una conspiración de jueces, periodistas y embajadores conjurados, según su peculiar interpretación, para detener los cambios sociales que impulsó como gobernante.

No dice que su gobierno no robó. Deja que se infiera que acumuló divisas -a como dieren lugar las circunstancias- para defenderse de esa conspiración de poderes tan enormes como ocultos.

A esa construcción discursiva le sobran las hilachas, pero le ha sido funcional para retener un tercio del electorado.

En su mensaje al Congreso, Macri se vió obligado a dar el más sincero de los diagnósticos de política económica de todo su mandato. Evocó los tiempos del gradualismo con nostalgia. Qué felices que éramos cuando éramos infelices. Pero Macri desafió a su electorado a poner la crisis actual en clave política.

Explicó que con el cachetazo de 2018, el país se vió forzado a concretar el cambio votado en las urnas pero a cuya jeringa le venía mezquinando las nalgas. Subrayó que ese mismo país es el que ahora tiene que defender el rumbo de tranformación apretando los dientes en el desierto de la incomodidad política.

Pese a las dificultades económicas innegables, Macri conserva un tercio del electorado convencido de la necesidad de ese cambio, cuya racionalidad es diametralmente opuesta al populismo que practicó Cristina.

Por eso, tanto el presidente actual como su antecesora en el cargo le reclaman al tercio expectante -que no los apoya- una definición de principios.

Cristina cacheteó al peronismo distante en el Senado: “Frente al proyecto del hambre, ésta es la oposición”, predicó sobre sí misma.

Macri también les enrostró una complicidad. Fue al aludir al decreto de extinción de dominio pensado para recuperar los bienes saqueados por la corrupción: “Digan de qué lado están”.

Existe otra similitud. De la ostensible fila vacía de gobernadores ausentes en el Congreso, Cristina espera un voto identitario que la encuentre como peronista en la hora del balotaje.

El Presidente tampoco consigue todavía ordenar su coalición. Una cumbre radical intentará mañana encauzar la interna que ya escaló como un desafío nacional contra la candidatura de Macri.

Es verdad que el desorden de los radicales es la consecuencia visible de una precuela, la del enfrentamiento interno en el PRO, entre el ala política vindicadora de la “rosca” en el Congreso y el ministerio del Interior y el elenco marketinero de la Jefatura de Gabinete.

Ya sucedió cuando María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta convencieron a Macri de la necesidad de un cambio de gabinete a despecho de Marcos Peña y los radicales quedaron expuestos como una cofradía mendicante en la distribución fallida de ministerios.

Ocurre también que los antecedentes inmediatos de la UCR tampoco son los mejores. La última vez que se lanzó a la aventura de profundizar sin freno sus diferencias rompió hasta lo irrompible: su veteranía en la organización de internas.

Esa elección no fue la de Ernesto Sanz contra Macri. Todos empujando en el llano y contra una inflación llamada Kicillof.

Esa elección bochornosa fue en 2003 cuando dos candidatos radicales se enfrentaron, habiendo integrado una alianza gobernante, en un contexto de crisis.

“Pedimos perdón a la sociedad”, declaró el ganador.

Era Leopoldo Moreau, tras vencer a Rodolfo Terragno. Con la Presidencia se quedó Néstor Kirchner.

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