Por la ruta 50, camino a Philpps, existe desde hace años la gruta de un santo pagano.
Alguien, agradecido vaya a saber por qué favor grande, la construyó con esmero y levantó allí, no muy lejos del pueblo, un altar retirado unos metros de la banquina y al que se llega por un breve sendero custodiado por unos canteros que forman un pequeño jardín.
Hay un pimiento oportuno que acerca sombra y también un rincón con decenas de botellas plásticas; hay algunas ofrendas, cadenitas y rosarios; un par de chapas patentes y algunas imágenes de Jesús y de la Virgen; también hay un viejo televisor de 20 pulgadas con la pantalla trizada; por último, hay frente al altar una silla con el asiento gastado.
La mujer, lo supe luego, se llamaba Encarnación y nos vimos allí durante una siesta; yo hacía pausa a mitad de una solitaria salida en bicicleta y ella, sentada frente al altar meditaba algo y sostenía en sus manos rugosas, sobre el regazo, algunas fotos.
No quise interrumpir su espacio y me mantuve a distancia, curioso de una mujer tan mayor y tan sola allí, lejos de cualquier casa. En un momento se levantó y caminó hasta el altar donde acomodó algo, luego me vio.
Venga, salga del sol y arrímese que abajo del pimiento se está más fresco, me invitó mientras volvía a la silla. Me acerqué. Ahí me dijo que se llamaba Encarnación y me contó que vivía no muy lejos, sobre la misma ruta, dijo que salía a caminar y que a veces sus pasos la traían hasta allí.
Le pregunté si necesitaba algo, me dijo que no, que gracias, que había aprendido a valerse sola y que no quería perder la costumbre.
¿Quiere ver?, invitó de pronto y así, sin conocerme, me extendió las fotos.
Eran cuatro, antiguas y muy gastadas, con los bordes dentados. En dos de ellas unos recién casados brindaban en su fiesta; en la tercera, la misma pareja sobre unas piedras, junto al cauce de una cañada; en la última, el joven fumaba sonriente, apoyado en una zapa en medio de un viñedo.
Me contó que habían estado casados apenas unos meses, que se llamaba Alfredo, que enfermó enseguida y que el final llegó igual de rápido. Agregó unas pocas cosas y a partir de ellas imaginé otras.
Cuando se ha querido mucho hay veces que la voz del que se fue, vuelve, me confesó: Mucha gente sabe eso, tal vez usted mismo muchacho, aunque no lo diga; yo sé que es cierto porque durante muchos años su voz me acompañó. A veces me daba consejos y a veces solo charla nomás.
Hizo una pausa con la vista sobre la ruta y aproveché para devolverle sus fotos. Las miró una vez más. Tengo pocas fotos de Alfredo, son siempre las mismas y se acaban rápido, ¿vio?, dijo mientras las devolvía a su regazo: ¿Sabe qué? Será por la edad pero hace tiempo que ya no lo escucho y en la casa hay puro silencio.
Mire muchacho, voy a cumplir 85 años, ¿Qué es lo que sé? Que a mi edad hay recuerdos que se mueren aunque una no quiera. Tengo las fotos pero es su voz la que se me está olvidando. Por eso salgo a caminar, para escuchar a los pájaros, al viento, a los autos en el camino y para hablar con la gente, aunque no la conozca, para ver si encuentro su voz.