El 12 de octubre de 1916 asume, la Presidencia de la Nación, Hipólito Yrigoyen, quien llega a la Casa Rosada, desde el Congreso, en su carruaje arrastrado por la multitud que ha desenganchado los caballos, episodio similar al sucedido con el ascenso de Juan Manuel de Rosas a su segundo gobierno de 17 años.
En 1912, el presidente Roque Sáenz Peña promovió la reforma de la ley electoral que lleva su nombre, implantando el voto secreto y obligatorio y el padrón militar. Esto provoca que el radicalismo levante la abstención. A partir de ahí cambia el mapa político del país y el Partido Radical gana y pierde elecciones pero forma parte del sistema político.
La Argentina, que en pocas décadas transformó un desierto en una nación moderna con un Estado eficiente, se consolidaba como una democracia avanzada en el mundo. Países como Brasil o Chile recién hace medio siglo reconocieron el voto universal, y en los Estados Unidos, también por esos años acabaron con las restricciones por motivos raciales.
No era inevitable el triunfo de Yrigoyen. Se debió a la actitud de total prescindencia de Victorino de la Plaza, que se hizo cargo de la presidencia por enfermedad de Sáenz Peña en 1913 y los errores de los dirigentes más importantes de las fuerzas que luego se denominaron conservadoras, Lisandro de la Torre y Marcelino Ugarte, que no fueron capaces de acordar una estrategia común.
Don Hipólito Yrigoyen integra con los generales Julio Argentino Roca y Juan Domingo Perón, el terceto más importante en la historia de las presidencias argentinas, pues el predominio de los tres trascendió la duración de sus mandatos; marcó épocas.
Yrigoyen, a los veinte años, fue designado comisario de Balvanera. Pocos años después, diputado provincial por el alsinismo y en 1880, diputado nacional por el PAN, el partido de Roca. Fue su primera disidencia con Alem, que fueron muy claras luego del noventa cuando se negó a participar en las revoluciones que su tío promovía sin éxito.
No fue un marginal de la política; asistía a las reuniones que convocaban los presidentes. En 1898 rechazó una propuesta del mitrismo que, a cambio de la gobernación de Buenos Aires, aceptaba apoyar un candidato radical para la presidencia; esta actitud facilitó la segunda presidencia de Roca y, además, aceptó el apoyo de los electores del PAN en la provincia de Buenos Aires para que Bernardo de Irigoyen se convirtiera en el primer gobernador radical, cargo que no quiso para él, a pesar de la insistencia de Pellegrini para que aceptara.
En 1905 intentó un levantamiento militar que fracasó. Dos años después se comprometió con Figueroa Alcorta en no conspirar. El presidente le garantizó que su sucesor sería Sáenz Peña y que se reformaría el sistema electoral.
Fue capaz de lograr una gran fortuna con negocios ganaderos que usó para financiar la política. Fue un hombre honrado y austero. Muchos grandes terratenientes bonaerenses lo apoyaron, como personajes del patriciado; el más notorio fue Marcelo Torcuato de Alvear. Tenía una gran capacidad de seducción en conversaciones personales. Nunca habló en un acto público.
Si bien recibió un país que era el más avanzado y próspero de la región, sufría las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y las agitaciones que llegaban desde Europa, donde la revolución comunista de Rusia amenazaba extenderse por todo el continente. La Semana Trágica y los sucesos de Santa Cruz, que tuvieron que ser reprimidos con fuerzas militares, fueron en parte ecos de esos sucesos.
No fue un presidente reformista, más bien se comportó como un conservador en el sentido semántico de la palabra. Recibía paternalmente a los dirigentes obreros pero no avanzó en legislación social. Vetó las propuestas para sancionar la ley de divorcio. Respetó la libertad de prensa y al Poder Judicial pero despreció al Congreso y avasalló a las autonomías provinciales; primero, para derrocar a los gobiernos adversarios. Luego, para terminar con gobernadores radicales que defendían las autonomías como en Buenos Aires con Camilo Crotto; Mendoza, con José Néstor Lencinas o Aldo Cantoni en San Juan.
Logró el apoyo de las clases medias, hijas de la inmigración, a pesar de que éstas se formaron y prosperaron en el ciclo anterior. Pero a pesar de las señales, agotada la expansión de las fronteras agropecuarias y las debilidades de la economía, que puso en evidencia la guerra y fueron advertidas por su antecesor Victorino de la Plaza, no se avanzó en iniciativas del gobierno anterior, como fomentar la marina mercante, la industria siderúrgica, el aprovechamiento hidroeléctrico de El Chocón para levantar un complejo industrial papelero en Bariloche.
El principal reproche para hacerle a este viejo luchador de la política nacional es no haber culminado el proyecto político de Sáenz Peña, quien soñaba con un sistema bipartidista de partidos orgánicos capaces de alternarse en el poder.
El personalismo yrigoyenista no tenía programa de gobierno: “Mi programa es la Constitución” decía, y se consideraba la encarnación del pueblo argentino. Más que un líder político, don Hipólito se sentía un apóstol. Por eso hizo del radicalismo un movimiento en vez de un partido y eso afectó la consolidación del sistema democrático. Tuvo la exitosa percepción, poco antes de morir, de indicar que Marcelo Torcuato de Alvear fuera su sucesor. Esta sugerencia salvó la integridad del radicalismo y su transformación en un pilar de la democracia argentina.
Decía Félix Luna, cuya prosapia radical no se puede negar, que el problema de Yrigoyen fue haber llegado demasiado viejo a la primera presidencia, en un país que era muy distinto al del inicio de su vida pública.
Sin duda fue una gran personalidad, y su entrega a la política, su entereza ante la adversidad y su austeridad, son valores para respetar y enaltecer.