Como no recordar aquella corrida de Kempes por detrás del arco holandés para el festejo, el agarrón de Bertoni al propio Kempes para que no quedara off side en el tercer gol. Lo que sufrimos en el final de los noventa minutos con el tiro en el palo de Rensenbrink. Fue una tarde noche increíble, inolvidable.
Argentina, aquella Argentina armada desde los propios cimientos por César Luis Menotti a través de una paciente detección de talentos, incluida la novedosa herramienta de la llamada "Selección del Interior", supone uno de los tres o cuatro agrupamientos más lujosos de medio siglo a esta parte.
Bastará con subrayar que además de un excepcional delantero como Kempes, al cabo el providencial héroe de la película, constaban acaso el mejor arquero argentino de todas las épocas (Ubaldo Matildo Fillol, el "Pato"), el defensor más completo (Daniel Passarella) y no menos de otros seis exponentes de gran calidad, tales como Osvaldo Ardiles, Jorge Olguín, Luis Galván, Leopoldo Luque, René Houseman y Oscar Ortiz, sin contar a Norberto Alonso, de escasa participación y sin embargo de decisiva influencia en el partido contra Hungría.
Entre el angustioso debut con los magiares y el glorioso desenlace con los holandeses hubo de todo, entendido como las tres posibilidades que encierra un partido (derrota con Italia, empate con Brasil, victorias varias), como momentos de pico y momentos de subsuelo de un equipo en general abocado a progresar en la cancha mediante pelota al ras, lo que se dice juego asociado y prolijo, pero en el medio, como una piedra en el zapato de esa gesta, estuvo el mano a mano con Perú con su madeja de suspicacias y sombras de las que jamás ha habido retorno.
En el partido con Holanda, “nos llegaban con mucha facilidad. El Pato Fillol sacó tres o cuatro pelotas que pudieron llegar a ser fácil uno o dos goles.
A medida que fueron pasando los minutos, fuimos igualando ese poderío que tenía Holanda y llegamos a marcar el primer gol”, señaló Kempes. Lo anotó él. En el minuto 38.
“A partir de allí no es que jugáramos más tranquilos, pero sabíamos que llevábamos la iniciativa. Luego nos empató (Dick) Nanninga faltando 7 u 8 minutos, y llegó aquel famoso tiro de Rensenbrink en el palo. El Monumental se calló totalmente. Fue como si hubiesen tocado una sirena de incendio”, abundó.
Con el partido todavía por decidirse, Mario Kempes volvió a encontrar el acierto en la prórroga. “Ese sí fue difícil porque tuve que gambetear a dos defensores y enfrentar la salida del arquero. Le pegué a la pelota y le dio arriba, en las costillas, por lo que el balón se elevó. Me pasé de largo, tuve que regresar y se venían dos holandeses, por lo que alcancé a tocar el balón con la suela antes de que llegasen y se metió muy despacito”, rememoró.
Kempes reconoció que “no fue el más lindo de los goles que haya marcado, pero sí el más emocionante”.
“Creo que incluso la gente estaba soplando para ver si esa pelota entraba. Tuvo suspenso, pero entró”, bromeó.
En las calles aquel 25 de junio de 1978 había de todo: en un extremo los de la cínica conciencia del horror, en otro extremo los que consideraban legítimo celebrar el cumplimiento de un deseo de larga data, y en el medio miles y miles y miles de argentinos que, humanos, demasiado humanos, no hacían bien ni hacían mal, hacían lo que les salía, lo que podían.