Hace un cuarto de siglo ya, Toulouse-Lautrec llegó a Las Heras. Descubrió Las Heras. Se topó con Las Heras. Se enamoró en Las Heras. Dicen que todavía vive en Las Heras...
Héroe real, mito artístico, leyenda urbana o personaje regional, su figura dibujó una historia cerca de Panquehua de la mano de otro pintor que de admirarlo terminó no sólo reinventándolo, sino trayéndolo a sus pagos, en Mendoza, para que viva con él por siempre en su amada Las Heras.
Así, la fantasía de Alfredo Ceverino (78) se hizo realidad, como le suele suceder a menudo a los artistas plásticos: a través de las telas y los pinceles.
“En Las Heras no extraña Montparnasse”, dice ahora Ceverino, 25 años después de aquella maniobra disruptiva que en tiempo y espacio trastrocó las coordenadas para que Toulouse abandonara los cabarets parisinos y comprendiera que más allá de la Alameda, hacia el norte, la vida era capaz de otra oportunidad.
La serie parisina-lasherina cumple con los modos con los que el primer Ceverino, el joven estudiante de Bellas Artes, era reconocido entre sus pares también aspirantes a artistas.
Allí, fue bautizado por sus maestros Hernán Abal y Roberto Azzoni como parte de una cofradía denominada Los Salvajes Intuitivos, a los que por entonces se acusaba de "seguir la intuición" de los trazos, de las manchas que de bosquejo embrionario trocan en obra de arte.
Luego, un escritor les puso guion a esos dibujos de Lautrec, a esas escenas que ya tenían story-board: Julio González (86), quien, maravillado por el pintor y por el personaje-pintor, decide dar el salto y delinearle sentido, acciones, conflictos, desengaños.
“La palidez parisina llegó a Panquehua y el polvo lo recibió...”, dice Alfredo, rememorando aquel momento con una exquisita precisión de su memoria. Tal vez porque Lautrec es Ceverino y porque “todos juegan para Lautrec”, González le puso también vida a un personaje que no tenía más que forma.
“Es que todos andamos con un muñeco –agrega Ceverino– que bien pueden ser los personajes o las obsesiones que ellos terminan cargando”. Y de las cuales (paradójicamente) sus creadores terminan siendo “espectadores”.
Para González, su aporte no es más que “una aproximación” a ese estilo que, admite, lo entusiasma. Es que con Ceverino se conocen desde hace décadas y ambos asumen que sus miradas se retroalimentan desde lo artístico pero también desde algo más profundo. En realidad, en aquellos inicios, González era un “infiltrado” en el grupo de artistas plásticos que, además de Ceverino, integraban Ángel Gil y Antonio Sarelli , entre otros.
“No es que sólo estábamos bailando el mismo tango” ejemplifican, sino que desde la plástica y la literatura, ambos se consideran “compinches”. Es por ello que definen sus coincidencias en la simple actitud de “descubrir al otro”.
Respecto del “Lautrec lasherino”, González asume que en la proximidad de su figura, hay una valoración de lo humano: “Es un extranjero en un lugar para él exótico. Un extranjero real”. Y frente a su cómplice, acota: “Era hosco, callado, pero tenía la entereza que lo diferenciaba de lo común”.
Y precisa: “Lautrec llega a Las Heras, no a la Argentina… y lo hace en tren”. Las risas les recuerdan las primeras reacciones cuando contaron el proyecto a otros amigos y artistas. “¡Ustedes están locos!”, les dijeron.
Insistieron, concretaron una muestra en el Museo de Arte Moderno del 14 de octubre al 10 de noviembre de 1993, de la que se cumplirán 25 años y de la que rescatan que el Lautrec lasherino demostró su “personalidad capaz de interpelar, de captar lo que hay detrás de lo aparente”.
Esa capacidad es la que le permitió interactuar rápidamente con otros personajes de Las Heras que Ceverino conoció o soñó, no se sabe a ciencia cierta.
Y que González delineó o describió, con la misma difusa certidumbre. Entre ellos, Elvira, la mujer que amaba a los gatos y de la que no se supo mucho más en el tiempo.
Veinticinco años después, y comprobando que Lautrec sigue vivo en el recuerdo de mendocinos en general y lasherinos en particular, Ceverino y González sienten la alegría que estas cosas promueven.
No sólo porque se concretaron , sino porque demuestran que es posible “agrandar el universo o la idea de alguien”, porque, como en la vida, “todo es comenzar o recomenzar”.
Tal vez como hizo Toulouse Lautrec el día que pisó Las Heras.
La llegada a Tamarindos
"Cuando Toulouse bajó del tren en la estación Tamarindos, los hombres de las chatas lo miraron con estupor. La severidad que trasuntaba la magra figura los movió a la desconfianza y luego, a la chanza. Él pasó entre ellos como si no existieran y, como siempre, sus ojos de mirada fija infundieron respeto. A medida que se adentraba en la calle, su traje negro se fue cubriendo de polvo, hasta terminar en una capa blancuzca. Llegó hasta el boliche de la olvidada esquina donde el Turco regaba la despareja vereda con un tarro. Lautrec vio las brillantes y sinuosas botellas en la polvorienta estantería y entró al boliche. Pidió un anisado seco en perfecto castellano. El Turco se sorprendió y restregó sus manos en el sucio delantal. A la orilla de la vía, temblaban las flores del tamarindo. Los ojos de Toulouse se humedecieron. El Turco se acercó curioso; algo le dijo que este no era un hombre común. Lautrec interrumpió su interés con una seca pregunta: '¿Hay alguna señorita Yvonne por los alrededores? Alguien que no me aburra demasiado...'".
Fragmento de "Los visitantes de Las Heras", de Julio González.