La batalla de Maipú, cuyos doscientos años se conmemoran hoy, no sólo constituye un elemento de estudio de estrategia y genio militar sino que es el combate que garantizará la independencia sudamericana.
También materializa en la acción las virtudes y la experiencia del Capitán Supremo del Ejército de los Andes, que muy joven había luchado contra moros en África, contra franceses de la revolución dieciochesca en los Pirineos, contra ingleses embarcado en el Mediterráneo y, en campo abierto, contra portugueses.
Todo permite afirmar que el general con más años de experiencia en combate, José de San Martín, es quien asegurará la liberación de Chile en esta contienda; facilitando la creación de la escuadra que embarcará a la expedición libertadora del Perú, gran reducto realista que, mientras subsistiera, sería utópico asegurar la independencia.
A la victoria de Chacabuco, el 12 de febrero de 1817, le siguió la derrota de Cancha Rayada el 19 de marzo de 1818, pero a los diez días de esta batalla, el ejército de la libertad hallábase rehecho en su número y fuerza. Por su parte y luego de la refriega, el ejército realista bajo el mando del general Osorio había continuado su marcha hacia Santiago, convencido de la derrota del Ejército Libertador; sin embargo, a mitad de camino conoció su error y el encuentro se hizo necesario.
El Gran Capitán, ayudado por Juan Gregorio de Las Heras y Bernardo de O'Higgins, puso empeño en reajustar la disciplina y en robustecer la moral por el reciente descalabro. La fe en el triunfo había desaparecido y el experimentado líder necesitó prever cualquier nuevo contagio de pánico; así tomó providencias redactando unas instrucciones que, en definitiva, integran un decálogo de valor.
El 5 de abril ambos ejércitos se avistaron en Maipú, sitio elegido para librar el encuentro. Es una llanura limitada al este por el río Mapocho, al norte por una sierra que la separa del valle de Aconcagua y al sur, por el río Maipú.
La batalla se realizó en condiciones espectaculares por la disposición de ambas fuerzas, por la configuración del terreno y por la claridad de la mañana. Ese día, 10.000 hombres se enfrentaron. La constancia de nuestros soldados y sus esfuerzos vencieron al fin y la posición fue tomada.
Las fuerzas asumieron diferentes planes, el realista consistió en un plan defensivo, distribuyendo las fuerzas en línea, sobre la base de tres agrupaciones. Destacándose el hecho de no tener reserva por lo que durante la batalla se intentó organizarla sobre la base de la agrupación de Cazadores y Granaderos de Primo de Rivera, pero fue imposible por estar éste empeñado combatiendo con la División del coronel Las Heras.
El plan patriota era un plan ofensivo, consistente en fraccionar su ejército en tres divisiones.
Victoria decisiva
Indudablemente la victoria de Maipú es una de las más absolutas y decisivas que recuerda la historia militar. Las pérdidas realistas fueron devastadoras: 1.500 cadáveres, toda su artillería, cerca de 4.000 fusiles, 1.200 tercerolas, muchas banderas, un gran repuesto de municiones, el hospital militar y la caja del ejército. Por su parte, las pérdidas patriotas apenas llegaron a unos 1.000 hombres entre muertos y heridos, habiendo perecido la mayor parte de los soldados negros o libertos de Cuyo que integraban algunos de los batallones de infantería.
Bernardo de O'Higgins, que no participó en el encuentro por encontrarse herido, llegó al campo de batalla cuando la refriega ya había comenzado, viviendo sólo la última decisiva y victoriosa carga. Concluida la misma se encontró frente a frente con José de San Martín y echándole su brazo izquierdo al cuello y lleno de emoción exclamó: "Gloria al salvador de Chile" y San Martín, con su gallardía habitual, respondió: "General, Chile no olvidará jamás el nombre del ilustre inválido que en el día de hoy se presenta en el campo de batalla".
Esa noche, la mano cansada del Libertador pudo redactar el siguiente despacho: "Acabamos de ganar completamente la acción. Nuestra caballería los persigue hasta concluirlos. La patria es libre. Cuartel general en el campo de batalla, lo de Espejo, 5 de abril de 1818". Ese 5 de abril coincidió con un domingo de Pascuas, se acopló lo épico a lo litúrgico cuando las campanas resonaron conmemorando simultáneamente la resurrección del
Hombre Dios y el afianzamiento de la Libertad por la espada vencedora de un héroe.
Con la victoria de Maipú se afianzó la independencia de Chile y al mismo tiempo la de las provincias argentinas, abriéndose para las armas unidas de Sudamérica un camino más amplio que el que se había despejado con el éxito de Chacabuco para llegar al Perú y, además, permitió desbaratar totalmente el soñado plan de reconquista español. Considerada esta batalla desde el punto de vista político y militar, superó a Boyacá, que libertó a Nueva Granada, y a Carabobo, que afianzó la independencia de Venezuela.
El triunfo de Maipú trastornó todo el poder virreinal en América y su flanco invulnerable: el Perú. Militarmente se ha comparado a la campaña sanmartiniana en Chile con la de Epaminondas; ambos ganaron dos grandes batallas decisivas usando un orden oblicuo. Tiene además este suceso singular, el mérito de haberse alcanzado una victoria decisiva a los quince días de una derrota importante.
Pero asimismo, Maipú tuvo amplia repercusión en Europa, donde sus efectos evitaron que varias potencias concurrieran en ayuda de España, a fin de que pudiera recuperar sus colonias.
La euforia mendocina
A los cinco días de vencer a Osorio, el Libertador decidió viajar a Buenos Aires con el claro intento de granjear recursos para conformar la flota que lo llevará al Perú y atravesó la cordillera desdeñando las primeras nieves. Mendoza ya había recibido la buena nueva de la victoria de boca de Mariano Escalada.
Entre 8.000 y 10.000 personas recibieron al hijo de Yapeyú en una ciudad engalanada como nunca entre salvas de artillería y repiques de las campanas de los diez templos cuyanos.
Tal fue el fervor y la algarabía, que el austero y sobrio general fue desensillado de su corcel y transportado en brazos eufóricos de mujeres y hombres hasta la casa de don Manuel Ignacio Molina, frente a la Plaza de Armas. Se propusieron entusiastas banquetes y bailes, materializándose unos pocos ante el ruego del héroe, cuyo decoro y pudor llamaba a la discreción y el anonimato.