El título de estas líneas apunta a un significado ambivalente. Por una parte hay que remontarse hacia atrás 85 años para recordar un episodio que marcó negativamente la institucionalidad de nuestro país.
Por otra, ese mismo acontecimiento implicó volver atrás y desandar los ingentes esfuerzos llevados a cabo por generaciones de hombres de Estado para dotar al país de las reglas de juego que ordenarían la vida de los habitantes y que no es otra cosa que el respeto a la Constitución Nacional.
Desde los inicios de nuestra vida independiente, la dificultad de concretar la organización nacional produjo sangrientos enfrentamientos, hasta que se llegó a la sanción de la Constitución Nacional de 1953/60.
A partir de ese significativo acontecimiento, empezó el proceso institucional que, con sus más y menos, fue desarrollándose por más de medio siglo, enriqueciéndose en su calidad democrática con la sanción en 1912 de la ley Saenz Peña de voto individual, universal, secreto y obligatorio.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación comenzó a funcionar en 1863 y a través del tiempo fue integrada por prestigiosos juristas que dieron contenido al mandato constitucional de ser cabeza de uno de los tres poderes del Estado y última garantía de los derechos de los ciudadanos consagrados por la norma fundamental de nuestro país.
El 10 de setiembre de 1930, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, como respuesta a una simple comunicación que le remitiera el Teniente General José Félix Uriburu, informando la constitución de un gobierno provisional para la Nación, emitió una acordada mediante la cual convalidó la legalidad del golpe de Estado llevado a cabo cuatro días antes por un grupo de militares al mando del mencionado Uriburu.
A esa fecha, integraban la Corte Suprema sólo 4 de los 5 miembros que la componían, ya que el Dr. Antonio Bermejo había fallecido en 1929 y aún no se había designado su remplazante.
El presidente de la Nación, Hipólito Yrigoyen, como era tradición en esa época, había designado presidente de la Corte al Dr. José Figueroa Alcorta y los restantes miembros y firmantes de la mencionada acordada fueron los Dres. Antonio Sagarna, Ricardo Guido Lavalle y Roberto Repetto, actuando como procurador general de la Nación el Dr. Horacio Rodríguez Larreta.
Este hecho, que en su momento pasó casi inadvertido para la mayor parte de la sociedad, marcó negativamente la vida institucional del país, inaugurando una etapa de desconstitucionalización que se mantuvo por más de 50 años, ya que sirvió como precedente jurídico y apoyatura legal para los sucesivos levantamientos militares de 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976 con sus trágicas consecuencias por todos conocidas.
El gobierno de derecho elegido por el voto popular en 1928 había sido suplantado por un hecho de fuerza (La hora de la espada, como la llamó Leopoldo Lugones) y la Corte Suprema frente al dilema entre el respeto a la Constitución y la obediencia a quien detentaba la fuerza, optó por esta última.
Contemporáneo a esos acontecimientos, bien dijo en su momento Macedonio Fernández que la teoría de la Corte Suprema es el arte de conservarse Corte Suprema.
Innecesario resulta aquí analizar y refutar los incongruentes e incorrectos fundamentos jurídicos y políticos esgrimidos para sostener tal decisión, ya que de ello se han ocupado destacados doctrinarios.
Lo que sí resulta necesario, es reafirmar que sólo el respeto irrestricto a las normas constitucionales es lo único que garantiza la convivencia social y que quienes tienen las más altas funciones, a su vez tienen la máxima responsabilidad para garantizar el mantenimiento de los valores comunes aceptados institucionalmente por la sociedad que hacen al Estado de Derecho.