Escribir para olvidar o recordar. Escribir para revivir o sepultar. Escribir para curar o sangrar. Escribir porque un escritor no sabe hacer otra cosa. El duelo, un trance universal y al mismo tiempo único, ha alimentado algunas obras excepcionales a lo largo de la historia.
Pero es en estos tiempos de la literatura del yo y de la autoficción, en estos días de intimidades descarnadas y públicas, donde el género es más frecuentado. En esta lucha contra los demonios de la pérdida, algunos autores crean pequeñas obras maestras.
También esto pasará. Milena Busquets. Anagrama, 2015
Una rareza. Lectores y críticos se pusieron de acuerdo en celebrar la novela sin ficción que la escritora Milena Busquets (Barcelona, 1972) había dedicado a la editora Esther Tusquets. Una hija escritora tal vez no sea el mayor deseo de una madre editora. Ya no se sabrá. Tusquets no podrá leer un libro donde la ligereza no oculta la pena, ni el dolor relega el vitalismo.
Pero la protagonista, Blanca, despliega una fórmula para seguir adelante, que nada tiene que ver con el enclaustramiento emocional. A esa vida se aferra Blanca con el instinto tanto como con la inteligencia. Levedad a raudales, frivolidad burguesa, nostalgia contenida, lealtades justitas. Un libro, el segundo de Busquets, que arrasó dentro y fuera de su España natal.
Una carta de amor, según la autora, de una hija a una madre que ni fue una catarsis, ni un ajuste de cuentas.
¿Podemos hablar de algo más agradable? Roz Chast. Reservoir Books, 2015
Roz Chast (Nueva York, 1954) quería lidiar con la muerte de sus padres y el resultado fue una novela gráfica divertida, cruda, inteligente y honesta, que estuvo a punto de recibir el National Book Award en 2014 saltándose las convenciones de la literatura. Cuando publicó el cómic, Chast guardaba las cenizas de sus padres, fallecidos con dos años de diferencia, en dos bolsas en el suelo de su ropero, junto a sus zapatos, camisetas, una plancha y manualidades infantiles.
“El director de la funeraria me preguntó si quería que mezclaran sus cenizas. Le dije que mi madre había sido tan dominante cuando estaban vivos que sería mejor que él tuviera un poco de espacio propio. Cerca, pero independiente”. Hasta llegar a este epílogo, Chast reconstruye los últimos años de sus padres.
La vejez sin paños calientes. También el repaso a su odiosa infancia de hija única en Brooklyn y el higiénico distanciamiento que crea cuando se casa y tiene a sus hijos. Apoyándose sobre fotografías, viñetas, distintas tipografías y una voz narrativa, el cómic traslada una veracidad conmovedora, y a veces tétrica, sobre el desmoronamiento de la vida.
La ridícula idea de no volver a verte. Rosa Montero. Seix Barral, 2013
En pleno duelo por su pareja, el periodista Pablo Lizcano, fallecido en 2009, la escritora y columnista de Los Andes Rosa Montero (Madrid, 1951) descubrió el duelo de la científica Marie Curie por su marido Pierre, atropellado por un coche de caballos en abril de 1906. Ni siquiera un cerebro genial puede mantener a raya los espasmos de la pérdida. Marie Curie enloqueció.
Guardó sus ropas ensangrentadas. Vagabundeó atrapada en el remordimiento. Dejó de hablar a sus hijas del padre para hablar con el padre a través de un diario: “Yo me estaba ocupando de las niñas, y te marchabas preguntándome en voz baja si iría al laboratorio. Te contesté que no lo sabía y te pedí que no me presionaras. Y justo entonces te fuiste; la última frase que te dirigí no fue de amor y de ternura. Luego, ya sólo te vi muerto”.
Al tiempo que avanza en la biografía de la única mujer con dos Premios Nobel (Física y Química), Montero comparte reflexiones, sentimientos y sinrazones ligados a su propio luto.
La novelista guardó en un cajón el celular que Pablo odiaba, la agenda, la billetera, el DNI, el permiso de conducir. Los duelos son universales pero únicos. Cada uno lo afronta a su manera.
“La muerte -escribe Rosa Montero- mancha también nuestros recuerdos: no soportamos rememorar nuestra ignorancia, nuestra inocencia. Esos días que pasé con Pablo en Nueva York, apenas un mes antes de que le diagnosticaran el cáncer, son ahora una memoria incandescente: él estaba malo y yo no lo sabía, estaba tan enfermo y yo no lo sabía, le quedaba un año de vida y yo no lo sabía; ese desconocimiento abrasa, ese pensamiento es persecutorio, esa inocencia de ambos antes del dolor resulta insoportable”.
Noches azules. Joan Didion. Mondadori, 2012
Hay un libro mítico de Joan Didion (Sacramento, 1935): El año del pensamiento mágico. Se publicó en 2006. Se escribió poco después de la muerte de su marido, el escritor John G. Dunne. Estupor, tristeza, cólera, pensamiento mágico: no tirar la ropa de John porque le hará falta cuando regrese.
John sufrió un infarto cuando estaban a punto de sentarse a cenar una noche de diciembre de 2003. Regresaban del hospital donde habían visitado a su hija, Quintana Roo, en coma, que fallecería pocos meses después de su padre.
En Noches azules rehace la vida de Quintana Roo, adoptada, al tiempo que desnuda su propia fragilidad. Didion confiesa aquí el miedo a la propia muerte.
Tiempo de vida. Marcos Giralt Torrente. Anagrama, 2010
En otoño de 2007 Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) anotó en un cuaderno: “El mismo año en que mi padre enfermó publiqué una novela en la que lo mataba”. Lo consideró un buen comienzo. Llenó páginas. Leyó libros sobre padres e hijos, familias y muertes. Pero el buen comienzo no conducía a ninguna parte. “Me faltaba la idea motriz; no la tenía porque lo único que sentía era un gran vacío. Un duelo te aísla incluso de ti mismo”.
Finalmente contó cosas y calló otras. Suficientes para reconstruir la vida del padre, el pintor Juan Giralt, fallecido en febrero de 2007 debido a un cáncer. Ocho meses después el novelista escribió: “En todo este tiempo no he escrito apenas. He vivido hacia afuera, multiplicado en tantas facetas y cometidos como exigían sus muchas necesidades. He sido su principal compañía, su interlocutor ante los médicos, su psicólogo, su ayudante, su brazo ejecutor, su camarero y enfermero. He dejado a un lado mi vida, me he anulado y me he fusionado con él (...). He visitado casi a diario farmacias y ambulatorios, le he curado heridas imprevistas, lo he ayudado a levantarse y a acostarse, lo he llevado y traído del baño, he temido su muerte, la he deseado por momentos y, cuando sólo quedaba sufrimiento y ninguna alegría que el dolor no neutralizara, he hecho la llamada que él me había pedido. He recibido a los médicos que ya no venían a curarlo, me he dejado adiestrar por ellos, he esperado su muerte, lo he visto muerto y lo he amortajado. He cumplido, en fin, su voluntad en todos sus términos y el esfuerzo de todo ello me ha dejado exhausto. Exhausto y vacío”. Por esta obra recibió el Premio Nacional de Narrativa en 2011 y el Strega Europeo.
De vidas ajenas. Emmanuel Carrère. Anagrama, 2009
En la Navidad de 2004 Emmanuel Carrère (París, 1957) mascullaba sobre su incapacidad para amar en un bungalow de Sri Lanka cuando la Gran Ola destrozó el Sudeste asiático. Tanto él como su pareja, Hélène d’Encausse, y los dos hijos (no comunes), salieron indemnes. A última hora habían suspendido la clase de submarinismo a la que se habían apuntado. La muerte puede ser así de esquiva. Emmanuel y Hélène pensaban en separarse.
Y eso dejó de tener trascendencia ante las dimensiones de la tragedia que costó la vida de 35.000 personas en Sri Lanka. Entre ellas la hija de otros turistas franceses, Jérôme y Delphine, a los que acompañaron desde ese momento y hasta su regreso a Francia. Carrére que, a sus 47 años, nunca había visto un muerto, recorrió escenarios donde lo imposible era no verlos. A su regreso a París había más urgencias: la recaída en el cáncer de la hermana de Hélène, Juliette.
“En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia?”. Y de este encargo, salió uno de los libros más bellos y generosos de Carrère. Un libro que mantiene viva a Juliette, capaz de sentar las bases de un novedoso derecho del consumo desde su pequeño juzgado de provincias, junto a otro colega, tan enfermo y tan cojo como ella. En Francia lo eligieron en 2009 mejor novela del año.
El olvido que seremos. Héctor Abad Faciolince. Seix Barral, 2007
Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) descubrió el cadáver de su padre, el médico Héctor Abad Gómez, en un charco de sangre en agosto de 1987. Especialista en salud pública, activista contra la corrupción política y profesor universitario, fue asesinado por dos jóvenes que iban en moto mientras asistía al duelo de otra víctima de paramilitares. En uno de los bolsillos de su chaqueta, el médico colombiano llevaba un soneto de Borges:
“Ya somos el olvido que seremos”. Su hijo rastreó en sus propias vivencias de niño privilegiado y reconstruyó la biografía del hombre público volcado en una causa.