El paseo comienza arriba del catamarán que cruzará el Río de la Plata desde Buenos Aires hasta la costa de la República Oriental. Mi amiga Luciana estira la mano para alcanzarme uno de sus headphones, donde suena una canción de No Te Va Gustar. Creemos oportuno caer en todos los lugares comunes del mundo para aclimatarnos, arrancando por las bandas locales. Nos fuimos.
Llegamos a Montevideo con una lista de imperativos que cumplir en un fin de semana que se asoma primaveral: comidas para probar, lugares para visitar, fotos para hacer. Y descansar. Y caminar.
La ciudad propone un paisaje que cambia como en un view master y a cada paso se convierte en otro: una vista de río –que pareciera más celeste que del lado nuestro- y arena blanca, un casco histórico de herencia hispánica, un club náutico que exuda lujo, un puerto melancólico, una ciudad moderna con edificios altos, una calle de adoquines donde se escuchan tambores. La forma de hablar, de vestir y las caras nos hacen sentir cerca de casa.
El candombe y las reminiscencias negras en expresiones de la cultura popular cuentan en retazos otra historia de esclavos africanos, y se emparenta un poco más con Brasil. La gente es amable y camina con un mate en la mano y un termo debajo del brazo en cualquier parte, arriba del bondi, adentro del supermercado. Decidimos que “donde fueres haz lo que vieres”. Será con mate a cuestas el recorrido.
La primera salida es para andar la ciudadela antigua, un caso histórico primo hermano de cualquier capital suramericana, que nos recuerda a la nostalgia de Valparaíso y esa vida a medias que mantienen las ciudades coloniales donde funciona el puerto. Los mercados de artesanos muestran antigüedades, plata, souvenirs con fragmentos de letras de Eduardo Galeano y Mario Benedetti, ceniceros y llaveros con la cara de Pepe Mujica y de Diego Forlán, mates de todos los tipos, láminas con fotos y reproducciones de la obra de Carlos Páez Vilaró, postales con paisajes de playas.
Libros, fotos, banderines e imanes para la heladera nos cuentan que el Carnaval los enorgullece, y sugieren que deberíamos volver para esa fecha. Hay restaurantes, bares y cantinas de autor, clásicos, gourmet y de comida tradicional. El Mercado del Puerto, al final del recorrido, está rodeado de artesanos, bailarines de tango, bandoneones, panaderías y negocios de oficios. Adentro, parrillas seductoras hipnotizan con el aroma de un asado recién hecho y grupos de negros con trajes brillantes se mueven al ritmo de sus tamboriles. Ni si quiera se nos ocurrió intentar imitar semejantes movimientos, quebrarnos la cadera el día uno hubiese sido una picardía.
La caída del día con vista al río se puede disfrutar desde Punta Carretas o Pocitos, donde la vista abierta es espectacular. Nos encariñamos con una librería Yenny en la rambla y la esquina de Avenida Bulevar España, con barcito incluido, donde volvimos una y otra vez a regocijarnos con un escenario magnífico, café brasileño con tortas y libros importados que a Argentina no llegan. Todo junto, en un acto de gula y lujuria, desde una mesa que daba a la playa donde otros hacían ejercicio o tomaban, obvio, mate. Decretamos que, de irnos a vivir a Montevideo, ese sería nuestro lugar de reuniones, ocio, y todo.
El domingo lo dedicamos a la playa, caminando desde Punta Carretas hasta Pocitos, por la rambla y por la arena, hasta donde las letras blancas enormes que forman el nombre de la ciudad reunían a turistas y locales posando para hacer la foto obligatoria que, naturalmente, nosotras también quisimos.
Desde algún lugar se colaba una melodía de un tema de Jorge Drexler. El resto de la tarde, se trató de descansar y envidiar profundamente a la gente que vive con una playa al alcance de sus pies. Envidia sana, desde luego. Bordeando la costa se puede llegar hasta Punta Gorda y Carrasco, desde donde la vista es espectacular de noche y de día. Desde Punta Carretas hasta Carrasco, la ciudad está creciendo y es la zona que nuclea los mejores polos comerciales y gastronómicos, que cobran nueva vida al atardecer.
Lo que comimos
Jacinto es uno de los restaurantes uruguayos de Lucía Soria situado en la Peatonal Sarandí, Ciudad Vieja. El lugar es ideal para almorzar y nos encantó desde la panera. La cocina privilegia la frescura en platos elaborados que le permiten brillar a cada uno de sus ingredientes. Ricos sándwiches, sopas, tartas, ensaladas y las aguas saborizadas naturales. Pedimos un sándwich de pollo en pan de cereales, una ensalada de verdes, calabaza, avellanas, naranjas confitadas y queso Brie, un agua natural de pomelo y tomillo, una limonada de menta y una tarta de castañas de Cajú, chocolate blanco y cítricos ($UY 960). Cobra cubierto.
Sarandí 349. Lunes a viernes de 12 a 18.30 hs. Sábado 12 a 17 hs. http://www.jacinto.com.uy/
Parrillada en el Mercado del Puerto es casi una obligación. La oferta incluye diferentes tipos de carnes y promete el punto exacto de concentración de los jugos para que tengan el mejor sabor. Hay acompañamientos como ensaladas y papas fritas, pero la vedette son los vegetales a la parrilla. El ritual completo incluye un medio y medio (mitad espumante, mitad vino blanco) o un tannat uruguayo. Elegimos El Palenque y pedimos un asado de tira, una ensalada, calabaza a la parrilla, una copa de medio y medio, una cerveza y un agua ($UY 1160).
Cobra cubierto. http://www.mercadodelpuerto.com.uy/
Además, pasamos por los bizcochos (parientes de nuestras facturas) para la hora del mate, golosinas importadas de todo tipo, pizza y fainá en el centro y frankfurters (o panchos) callejeros. Trajimos yerba uruguaya y dulce de leche.
A la hora de tomar el ferry de regreso, listamos que la próxima tenemos que probar pamplonas, picanhas, y el chivito uruguayo. Total, pensamos volver. Ella y su banda sonora tan literal: suena un clásico de Lito Nebbia pero en la versión de Rubén Rada, donde jura “Dicen que viajando se fortalece el corazón”. Me pasa uno de sus headphones y reclinamos el asiento: en la otra orilla se empieza a delinear Buenos Aires.