Esta semana, los argentinos conmemoramos los 35 años de la histórica elección que permitió que a partir del 10 diciembre de 1983 la democracia se instalara de modo permanente en el país, algo que no había ocurrido nunca antes desde que tuvimos voto universal.
El logro, entonces, en ese adverso ambiente cultural, es grande y evidente, pese a que los resultados obtenidos hayan estado por debajo de las expectativas generadas en aquellos años donde todo parecía posible, el futuro parecía cercano y el pasado se volvía cada vez más lejano, en particular aquel contra el cual se había votado, el de los ominosos años 70.
Raúl Alfonsín encarnó esos anhelos de construir un nuevo sistema político (porque no se trataba solamente de una recuperación democrática sino de la elaboración de una democracia distinta a la escasamente vivida hasta entonces), pero no lo hizo desde la envergadura del líder personalista en el cual el pueblo delega todas sus esperanzas. Fue algo cualitativamente mayor: ese primer presidente fue el hombre que nos propuso a los ciudadanos de la Argentina el autogobierno, el que nos abrió la puerta a la posibilidad de que dejáramos de entregarles las esperanzas políticas a seres supuestamente superiores y las asumiéramos nosotros mismos, como intransferibles conductores de nuestro propio destino. Ni masas conducidas ni conductores predestinados, simplemente ciudadanos, hombres libres de la República Democrática en ciernes.
El haber logrado superar los mayores desafíos para seguir en pie luego de tres décadas y media, demuestra que las raíces desde donde se gestó el proceso democrático fueron sólidas y ya han devenido permanentes.
No obstante, los intentos de retornos al pasado convivieron desde el primer día con los deseos de forjar un nuevo sistema. Sobre todo en las viejas corporaciones acostumbradas a vivir del país en vez de vivir con y para el país. Caducas organizaciones sobrevivientes de un pasado donde el bien de cada sector se construía en contra del bien común, y que aún hoy libran una lucha frenética para impedir que lo nuevo se imponga.
Primero fueron los tradicionales intentos de golpes militares, apenas disfrazados de reivindicaciones particulares, los que buscaron retornar al pasado, pero luego, ante la imposibilidad de tamaña desmesura, trataron de deteriorar la calidad institucional y el fortalecimiento democrático con los que se dieron en llamar golpes de mercado en lo económico, a los que luego sumaron los actuales cuasigolpes institucionales cuando bandas que arrojan piedras, apañadas por algún sector político, buscan apoderarse del Congreso para impedir su normal funcionamiento. O incluso bajar presidentes.
En fin, fueron muchos los desafíos de los cuales la democracia salió airosa, aunque con algunos inevitables machucones. Se podría decir que institucionalmente la prueba ha sido superada, pero hay deudas materiales pendientes que de no ser encaradas nos amenazan con nuevos-viejos peligros, como el de que la democracia pueda irse desgastando desde adentro y la sociedad deje de sentirla como suya y por ende se imponga el desinterés frente a su defensa. Como ya ocurre en varios países de América Latina, tanto por derecha como por izquierda, que lo mismo da.
Por eso quizá sea otra vez necesario recuperar con otro sentido aquel ideal alfonsinista de que con la democracia se debe comer, educar y curar. Algo que se demostró imposible si se lo toma en sentido literal, pero que sigue teniendo valor si se entiende con ello que la consolidación definitiva de la democracia sólo se logrará cuando comience a acabar con el gran mal heredado pero que ella siguió aumentando, que es el de la pobreza y la indigencia de cuando menos una tercera parte de nuestros habitantes. Si no nos ponemos todos de acuerdo y en marcha para solucionar ese flagelo, seguirá habiendo ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda y la democracia nunca estará segura de no ser otra vez clausurada.
He aquí entonces, el gran desafío que el futuro nos impone a todos.