El increíble espectáculo del río Mendoza corriendo libremente por la calle San Martín de nuestra ciudad golpeó brutalmente a los azorados observadores del desastre y forjó en ellos la convicción de que, en 1970, la población de esta ciudad y departamentos vecinos está a merced de los elementos.
Los automóviles arrastrados por la corriente, los gritos de pánico de desprevenidos ciudadanos que corrían serio peligro de morir ahogados, los muebles o enseres familiares que flotaban en las embravecidas aguas constituyeron la cruda realidad que destruyó el mito de que las obras de protección realizadas hasta este momento podían tener alguna eficacia. Esa realidad demostró que los proyectos elaborados por los organismos del gobierno y las inversiones efectuadas para mejorar los sistemas de defensa, limpiar canales colectores o levantar diques de contención son medidas que no tienen otro alcance que el de llevar al autoconvencimiento de que se está trabajando con seriedad, cuando en realidad todavía todo está por hacerse.
El drama que pende sobre Mendoza como una espada de Damocles debe ser definitivamente afrontado con un criterio científico e integral, basado en un estudio completo de la ubicación de los puntos que pueden ser alcanzados por las crecientes, de los lugares en donde se originan las inundaciones y de las defensas que deben construirse. Las fuerzas de seguridad tendrán que ser reorganizadas en función de un nuevo esquema que contemple en forma inmediata las necesidades de la población en caso de un desastre. Lo importante es que toda esa compleja labor debe iniciarse de inmediato, sin vacilaciones, y que deberá ser considerada como prioridad número uno de los planes del gobierno.
La Provincia está obligada a realizar en un plazo perentorio lo que no se supo o pudo hacer en una centuria, para evitar la repetición de hechos como los que todavía se agolpan en nuestro espíritu con sus imágenes de pavor. .
De nada valdrá el progreso edilicio de las ciudades, el empuje de sus habitantes, el potencial del agro y la riqueza que encierran las montañas, si la furia de la naturaleza nos demuestra en un solo instante que todo ello se yergue sobre bases de papel.
La constante preocupación que desde hace años arrastran los habitantes del departamento de Las Heras, y el peligro latente que los acecha y que esta vez se hizo presente en toda su horrible magnitud, nos obligan a todos, y en especial a los gobiernos de la Nación y de la Provincia, a dar respuesta definitiva a ese clamor. El departamento de Las Heras constituye en este momento un símbolo desdichado de la situación en que se encuentran vastas zonas de la Pro- vincia, e incluso la propia capital. Es posible que ahora, por imperio de las circunstancias y ante la evidencia de que no solamente los sufridos pobladores del Sur del Gran Mendoza, sino todos los vecinos del mismo centro y de las regiones aledañas corren el riesgo de perder vidas y haciendas, el problema se afronte con decisión energía.
Lamentablemente, todo lo que se haga en el futuro no podrá borrar la impresión de que lo que ocurrió pudo y debió evitarse. La función de los organismos técnicos del gobierno no es en primera instancia de aplicar medidas tendientes a suavizar consecuencias de lo que ya sucedió, sino de prever con el auxilio de los conocimientos científicos, lo que puede acontecer, para detenerlo o bien orientarlo de acuerdo a conveniencias o necesidades.
El dantesco espectáculo que ofrecía ayer la avenida San Martín parecía decir a los mendocinos que, en lo referente al embate de las aguas del río Mendoza, nuestra cultura se encuentra todavía anclada en siglo XVIII.