Pensé que jamás me iba a pasar hasta que un día sucedió: me robaron el celular, un martes, en Buenos Aires. Lo primero que sentí es que habían entrado a mi vida: fotos, recuerdos, redes sociales, correo electrónico, información importante... Todo allí, al alcance de cualquiera, sin una contraseña, sin una protección, sin bloqueo, sin localizador.
Minutos después, ese temor de quedar expuesta mutó en síndrome de abstinencia: no tenía esa extensión de mí que me permite compartir a la distancia todo aquello que estoy experimentando o aquello que me impactó; no tenía ese pasatiempo que me entretiene mientras viajo en colectivo, subte o taxi... Y me encontré en la Gran Ciudad sin WhatsApp, sin Twitter, sin Instagram, sin Slack, sin mail, sin mapas, sin contactos, sin Google, sin reloj ni despertador... ¡¡sin teléfono!!
En definitiva, me robaron -como dijo a Los Andes el sociólogo especialista en nuevas tecnologías Roberto Stahringer, hace unos meses- la posibilidad de la “confesión permanente”. Me robaron -en palabras del sociólogo- “esa urgencia de contar todo lo que consideramos bueno”. Aunque también -parafraseando al especialista- al robarme el celular, me salvaron de esta consecuencia de las redes que “nos empuja a perder la intimidad”.
Creo que soy de esas personas que, según las estadísticas mundiales, chequea el teléfono cada 15 minutos; aunque puede ser que en determinados momentos del día llegue a ser parte del 30 por ciento de los argentinos que lo revisan cada cinco minutos (dato del informe del Buró Publicidad Interactiva).
Y aunque siempre he dicho que puedo controlar mi relación con el celular, la verdad, en aquel momento me identifiqué con el 55 por ciento de quienes respondieron en el estudio de MESO (Centro de Estudios de Medios y Sociedad Argentina) que estaban de acuerdo con que “no pueden estar más de un día sin conectarse a las redes”.
Sin embargo, me sobrepuse, levanté la cabeza y me dejé sorprender -como si hubiera sido la primera vez que recorría las grandes avenidas de la capital argentina- por la cantidad y diversidad de estatuas. Dicen que son casi 2.000 entre monumentos, obras de arte y bustos que hay en los paseos y calles de la ciudad de Buenos Aires.
Volví a ver esas maravillosas terminaciones de los edificios históricos y me dejé envolver por ese espectáculo visual que representa la primavera en la principal ciudad del país, con más de 11 mil jacarandás en flor. Esa especie que tiñe de lila los espacios verdes y que fue incorporada al paisaje urbano por Carlos Thays, el mismo arquitecto francés que diseñó nuestro parque San Martín, el Jardín Botánico, el parque tucumano 9 de Julio, el parque Sarmiento en Córdoba, el Parque Nacional Iguazú en 1911.
Sin la comunicación minuto a minuto con las fotos del hotel, de la comida o del coffee break del congreso, fueron sagradas las llamadas telefónicas con mi familia al terminar el día gracias a un celular prestado. Y mi cuaderno se llenó de anotaciones, mientras los demás asistentes sacaban fotos de los slides de los power point.
Descubrí que esas ilustraciones en las que nadie mira a la persona que tiene al lado porque está ocupado viendo su propia pantalla no son exageraciones; son postales de la vida cotidiana. Incluso, pude ayudar a levantarse a una veinteañera que terminó de rodillas en la vereda mientras grababa un audio y a pesar de la caída siguió con el teléfono en la mano sin interrumpir su cometido.
En 168 horas de abstinencia, en siete días sin equipo, sólo perdí de leer 891 mensajes de 36 chats de WhatsApp, de ver más de 50 notificaciones de Facebook, otros tantos mensajes en Twitter y en Instagram, además del correo electrónico laboral que no pude responder.
Todo siguió su curso y yo recuperé los sentidos y un montón de tiempo -al menos una hora y cuarto que según mis cálculos le dedico en promedio a mirar el celular por día-. Un ejercicio saludable para practicar, aunque más no sea los fines de semana o en las vacaciones.