El nacimiento de la historiografía argentina lleva fecha 1º de julio de 1812. Es un decreto del Primer Triunvirato inspirado por Bernardino Rivadavia por el cual el alto organismo “ha determinado se escriba la historia filosófica de nuestra feliz revolución, para perpetuar las memorias de los héroes, las virtudes de los hijos de la América del Sud, y a la época gloriosa de nuestra independencia civil, proporcionando un nuevo estímulo, y la única recompensa que puede llenar las aspiraciones de las almas grandes” (1).
La tarea le fue encargada a fray Julián Perdriel, provincial de la Orden de los Predicadores, quien tenía 61 años. Hombre culto, partidario de la revolución, no era un historiador pero echó manos a la obra y llevaba muy adelantado el trabajo cuando un decreto del Director Supremo Gervasio de Posadas, fechado el 3 de octubre de 1814, dispuso la anulación del encargo alegando razones de economía.
Lo curioso es que, olvidando las razones dadas, se encargó la obra al Deán Gregorio Funes (imagen), que ya la estaba escribiendo y la anunciaba titulándola Ensayo. El biógrafo del Deán Funes -Mariano de Vedia y Mitre- omite molestos detalles de este suceso pero deja comprobado que Funes llevaba años trabajando afanosamente en esa obra, en condiciones no siempre favorables (por problemas políticos había sido procesado y preso a fines de 1811) y contaba con bastante edad.
Trabajó con ahínco buscando cuanta información y documento podía ayudarlo, repasando autores coloniales y toda información inédita. Amigo de José Joaquín de Araujo y de Saturnino Segurola, contó con su auxilio para indagar en las principales colecciones particulares. Contó con la ayuda de Rivadavia y gozando de la ventaja de haber sido testigo presencial y a veces actor principal de los hechos revolucionarios.
Así pudo completar en 1817, a los 66 años, los tres tomos de un Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, cuyo desarrollo llegaba hasta la apertura del Congreso de Tucumán el 25 de marzo de 1816. La obra, muy bien acogida en su tiempo, ha recibido también las duras críticas de Carbia por haber trasplantado textos, del padre Lozano, por ejemplo. Es cierto que Funes utilizó datos de autores coloniales, pero aclaró que los tomaba para guía de su discurso citándoles específicamente.
Lo que olvidan algunos críticos -expresa Scenna- es que no es esta obra producto de una investigación pura, fruto de la labor de un historiador, sino un trabajo de guerra, propagandístico, destinado a justificar el proceso revolucionario. Además de ser el primer intento orgánico de escritura, fue pronto traducido al inglés y al francés para su difusión en Europa en los comienzos de la revolución. Poco después, César A. Rodney, encargado de los negocios norteamericanos, le solicitó al Deán Funes que pusiera al día lo redactado, y éste agregó un anexo que llegó hasta la batalla de Maipú (1818). Así se publicó en inglés, pero los originales en español se perdieron. En 1869 lo tradujo al español Antonio Zinny, que la editó bajo el título Historia de las Provincias Unidas del Río de la Plata /1816 a 1818/ por el Deán Funes, continuada hasta el fusilamiento del gobernador Dorrego en 1828.
El Deán Funes dejó anotada sus limitaciones y con honestidad aclaró: “Felices aquellos que pagan a la patria la deuda sagrada que contrajeron desde la cuna. Por lo que a mí toca, yo le dedico el fruto insípido de este ensayo histórico. Cuando menos tiene la ventaja de llamar a juicio a sus verdugos, y poner a los pueblos en estado de pronunciarse con imparcialidad ¡Oh patria amada! ¡Escucha los acentos de una voz que no te es desconocida y acepta los esfuerzos de una vida que se escapa”.
Jorge Luis Cassani y Antonio Pérez Amuchástegui expresan que desde el punto de vista intelectual es “la rebeldía contra la tradición”, a la que consideraba una rémora. Scenna insiste en que es evidente la reacción de Funes contra la tradición, representada por el pasado colonial. Así comienza la leyenda negra de los tres siglos de dominación hispana, en forma de rebelión intelectual contra la tradición peninsular, a su vez la literatura de guerra justificaba y daba brillo a lo acontecido a partir del 25 de Mayo, y de esto precisamente se trataba.
Conforme a las palabras de Funes, él quiso imitar a Tácito, y con respecto al trabajo decía: “Sea yo útil a la patria aunque pase por insípido escritor. La desgracia de no tener hasta el presente un historiador digno de sus fastos, moverá a otras plumas adornadas de ese temple vivo, enérgico, ameno y agradable de los Salustios y los Tácitos”.
El segundo autor que borroneó papeles y bosquejó los orígenes de nuestro proceso histórico fue Ignacio Núñez; su escrito se publicó en Londres en 1825 y fue traducido también al francés.
(1) Miguel Ángel Scenna, Los que escribieron nuestra Historia, Bs.As., La Bastilla, 1976, cap. II. De este autor tomamos todo el texto aquí expuesto.