Si observamos con prudencia nuestro pasado mediato e inmediato deberíamos considerar que el tiempo de las antinomias que tiene como eje desde las más frívolas cuestiones coyunturales hasta la educación o la cultura, debería de profundizarse en los ámbitos correspondientes (político-partidario, parlamentario, judicial, académico) y “alivianarse” en los ámbitos más domésticos (no porque eso de la proximidad le quite valor y profundidad a cada posición).
Pero todo lo contrario; tenemos la sensación de que en un costado de esa macro- situación (“el círculo” del color que quieran) todo se terminará acordando, mientras que yo no me hablo con mi vecino desde hace unos años porque él cree que Menem arregló con Cristina.
El presente de nuestra nación solicita urgentemente escapar a los desgastantes antagonismos retóricos, las persecuciones maniqueas o las censuras oscurantistas llenas de prejuicios “ideologizantes” (cuando de lo único que no se habla es de ideología, a pesar de que siempre el pretexto es la ideología), para profundizar los escenarios del verdadero debate pendiente: educación, desarrollo y justicia.
Nos encontramos en el marco de una crisis en que la única paradoja que vale la pena encarar es el camino de la educación o el riesgo de exponernos a una segura catástrofe. No sólo como superador de nuestro colapso sino también como salvaguarda para no caer en los mismos errores de ayer.
El verdadero debate es educación o catástrofe
Pero muy lejos de apañar argumentos que pretenden enterrar el pasado, necesitamos superar "el estadio" pasional y discursivo del encono fanatizado por el "estadio" racional y reflexivo del debate propositivo. Espacio lógico de la democracia, para incorporarnos inmediatamente al tratamiento de las verdaderas causas de nuestro viejo problema: el raquitismo cultural imperante y el debilitamiento de nuestro sistema educativo.
Si consideramos la educación como la capacidad de utilizar el conocimiento, y a éste como la consecuencia de la reflexión para la toma de decisiones, nunca como hoy aquella prédica de Sarmiento alcanza tanta vigencia, pues la generación de nuevos esquemas de análisis requiere una escuela activa que aproveche las nuevas herramientas tecnológicas en beneficio del bienestar ciudadano.
Pero no aprendemos. Somos funcionales a las pasiones coyunturales. Hijos de la contienda, terminamos haciéndole el juego al adversario de siempre. Más fanáticos de la “camiseta argentina” que de la Bandera argentina, indefectiblemente jugamos el partido equivocado, no sólo haciendo gala de nuestra intolerancia sino, más triste aún, de nuestra ignorancia.
Basta de perder más tiempo obsesionados en la discusión superflua. Dicotomías trasladadas por antonomasia, sustentadas más en “eslóganes” o pasiones irreflexivas que en argumentos sólidos, que a poco andar reflejan un debate más sanguíneo que estructural y más superficial que profundo, pues en la mayoría de los casos representan más de lo mismo y terminan siendo la misma cosa.
Probablemente “los antecedentes de esta patología podrían rastrearse en nuestras dos ramas de origen. En la libertad anárquica del gaucho que vio en la comunidad y en el Estado el enemigo de su libertad absoluta, y en esa decena de miles de inmigrantes que no vinieron a fundar una nación sino más bien huyendo de las suyas de origen; para lo cual para sobrevivir hay que ser vivo y salir siempre con la suya, por encima del otro”.
Ejemplos a lo largo de nuestra reciente historia mestiza y criolla sobran: ¿“Conservadores” de Saavedra o “liberales” de Moreno? “Mártir o libre” de Monteagudo o las recetas de la Baring Brothers. “Patria grande” o centralismo pampeano. Nos emocionamos con la reforma agraria de Artigas o lo traicionamos con nuestro acérrimo enemigo portugués.
La aduana de Buenos Aires o las economías regionales. Unitarios o federales. Dorrego o Lavalle. Colón o Juana Azurduy. La “mazorca” o La Joven Argentina. Laicos o católicos. Roca o el indio. “La causa” de Alem o “el régimen” oligárquico. Carlos O. Bunge y el anti-criollismo o Ricardo Rojas y el gauchismo. Neutralidad o guerra. Civiles o militares. Vairoleto o el sistema. Nacionalistas o cipayos. Los Aliados o el Eje. Peronismo o antiperonismo. Yankis o marxistas. Fangio o Gálvez. Ayer en nuestro fútbol de origen: Alumni o Barracas, hoy River o Boca o la menduca contraposición de la Lepra o el Lobo; pero también, las fiestas aristocráticas o el carnaval murguero. Si de “burros” se trata: “Yatasto” o “Botafogo”; si de genios se trata: Arlt o Borges.
Devorábamos “El Gráfico” o “Goles” con igual pasión que “Sur” o “Criterio”. Frondizi o Balbín. El club del clan o la música progresiva. Juan Verdaguer o “los chavacanos”. Azules o Colorados. Vandor o la ortodoxia. La patria sindical o la patria socialista. CGT Azopardo o CGT Brasil. Lanata o 6,7,8 con la misma virulencia que en los ’90: Bilardo o Menotti. Ayer no más, Piazzola, Favaloro, Diego, Spinetta, Cortázar, Halperin Donghi, el tercer mundo, Pigna, el Mercosur, Venezuela, el Che, Los Redondos, Solari, Skay Beilinson, la cumbia, Mirtha, la Mancha de Rolando, Montaner, Néstor, Hebe, el Colón, la Bombonera, Cristina, “el campo”, Cobos, Xipolitakis, Mauricio, Scioli, buitres, y todos “bailando por un sueño”. Como escribirá Discépolo: “(...) En la vidriera irrespetuosa de los ‘cambalaches’ se ha mezclado la vida”.
Por dónde empezar
No alcanzará con sancionar de una vez por todas, después de casi una década de discusión, la anhelada Ley de Educación Provincial. (Si... de una década; o sea 1.800 días aproximadamente de clase de un niño. O, más exagerado, el debate se ha consumido más de 8.100 horas reloj en la vida educativa de nuestros jóvenes) Tampoco será suficiente (por más generosa que sean las pautas presupuestarias) seguir invirtiendo y discutiendo (sumas millonarias y minutos preciosos) en recuperar y poner de pie la exitosa escuela del siglo Siglo XX si no contemplamos que estamos transitando más de la mitad del primer cuarto del siglo XXI.
Es imperioso, por ende, convocar en forma urgente a un Congreso Pedagógico Mendocino en cuya mesa se sienten todos los actores públicos y privados que tengan que ver con el quehacer educativo (Estado provincial y municipales, universidades con sus especialistas en todos los campos del pensamiento, DGE y todas sus múltiples áreas y direcciones, sistemas de creencia, empresarios, medios de comunicación, asociaciones civiles, culturales y deportivas, etc.).
Donde pueda discutirse desde “abajo hacia arriba”, como en aquellos congresos educativos del advenimiento democrático, todos los matices federales y realidades particulares que puedan conjugar una batería de acciones inmediatas y urgentes para cada región o ámbito representativo y representado, con objetivos que apunten a mediano y largo plazos. Y si llevamos casi 3.500 días discutiendo una ley de educación bien vale (si estamos decididos a sancionarla, y hacer algo refundante) agregar los legítimos aportes de todos. De una vez, y para muchos años, como siempre supo hacer Mendoza históricamente, cuando quería hacer las cosas bien. “La base está”.