Por Luis Alberto Romero - Academia de Ciencias Morales y Políticas. Especial para Los Andes
Las elecciones de Tucumán han sido calificadas como “fraude”, una palabra genérica, cargada de sentido ético, que se contrapone al ideal de una elección sin máculas, protagonizada por individuos libres e iguales en su razón, que concurren al comicio para elegir a sus representantes. Hace tiempo que en la Argentina las cosas se alejaron de este modelo, pero afortunadamente todavía podemos indignarnos cuando esto ocurre de un modo grosero.
La indignación es buena para movilizar la opinión, pero no alcanza para entender la situación y pensar en cómo cambiarla. En el llamado coexisten dos cosas diferentes: la manipulación del sufragio y la alteración del escrutinio por un lado, y por otro el “clientelismo”, es decir los mecanismos para influir sobre los votantes.
Lo primero es un delito. Lo segundo es una práctica repudiable pero legal, una transacción privada difícil de tipificar, salvo en sus formas más groseras. Sobre todo, su existencia obedece a una razón poderosa: lograr que en una sociedad con diferencias sociales profundas y nítidas, el sufragio universal igualitario exprese estas desigualdades y las traduzca políticamente. No debe expresarlas literalmente, porque no sumaría legitimidad. Pero si las ignora, probablemente construiría gobiernos frágiles.
Ese fue el problema que debieron afrontar en el siglo XIX quienes se propusieron implantar sistemas representativos con sufragio igualitario, en sociedades que conservaban las desigualdades jerárquicas y estamentales del Antiguo Régimen.
Después de la Revolución Francesa, los gobiernos europeos y americanos incorporaron parlamentos y representantes electos, que satisfacían en alguna medida el nuevo ideal de la soberanía del pueblo y la igualdad política. Pero en pocos casos confiaron en el juicio de los votantes para seleccionar a los gobernantes. Las leyes y las prácticas organizaron los comicios para regular los resultados, pero además, los poderosos, los “notables”, usaron ampliamente su influencia para lograr que los ciudadanos votaran del modo que creían adecuado.
Los republicanos franceses creían firmemente en el sufragio universal, la igualdad y la soberanía del pueblo, pero en materia de elecciones fueron cautelosos, pues sabían que el mayoritario voto campesino les era adverso. Esperaron a 1878 para aplicarlo de manera plena, luego de haber construido desde el Estado la maquinaria electoral adecuada para asegurar el voto de los campesinos y el triunfo de los candidatos gubernamentales.
Usar las influencias sociales y políticas para ganar los votos de los ciudadanos no estaba mal visto. En la Alemania imperial, donde se exigía neutralidad total a los funcionarios, se aceptaba que los grandes propietarios manejaran el voto de sus campesinos, que los grandes patrones industriales amenazaran a sus obreros con echarlos si ganaban los socialistas, o que el pastor luterano metiera la mano en el bolsillo de su feligrés, sacara la boleta equivocada y le pusiera la correcta.
Los influyentes -terratenientes, empresarios, eclesiásticos, funcionarios- podían operar en los distintos pasos del proceso electoral. Pero lo decisivo estaba en el momento de sufragar. Comúnmente se hacía en la residencia señorial, la única con una sala grande. Allí el votante -un campesino arrendatario- debía decirle a quien presidía la mesa -su patrón- por quién iba a votar. La escena podía interpretarse, según el punto de vista, como la expresión de la igualdad política o como una manifestación de la jerarquía y la deferencia. Así, un mecanismo democrático en su forma producía una representación adecuada de la sociedad y sus desigualdades.
En Inglaterra las cosas eran un poco distintas porque había una larga tradición de participación electoral y de competencia. Mucha gente se interesaba en las elecciones, opinaba y se burlaba de los candidatos. Estos debían hacer un discurso, recibir preguntas y pasar por el escrutinio de la insolente multitud plebeya.
Pero luego, la mayoría de los votantes vendía su voto al mejor postor, pues consideraban que recibir algo a cambio era el derecho y el privilegio del hombre libre. “El voto más libre es el que se vende”, se decía. Entonces la venalidad fue una etapa del largo proceso de formación de una ciudadanía independiente. En otro contexto, como el nuestro hoy, tiene el sentido contrario.
Ese tipo de prácticas fue habitual en la Argentina en el siglo XIX, pero cambiaron con la ley Sáenz Peña de 1912, que puso al país a la vanguardia de la normativa electoral. El voto universal, basado en el padrón militar, se hizo obligatorio y secreto. Las elecciones fueron creíbles -aunque nunca faltó un comisario que ahuyentara a los opositores- y la sociedad de entonces, móvil e igualitaria, se entusiasmó con la nueva práctica.
El peso de los influyentes quedó relegado a las provincias más tradicionales, mientras que en la parte modernizada creció la ciudadanía independiente. Esto es solo una parte de la historia política, que incluye también el “fraude patriótico”, las dictaduras militares y la proscripción peronista. Pero cuando hubo elecciones abiertas, como en 1946 y 1983, la voluntad democrática básica emergió con fuerza.
Desde 1983 las cosas cambiaron mucho. La sociedad se hizo radicalmente desigual y el Estado fue capturado por grupos que lo gobiernan discrecionalmente y se enriquecen. Como en el siglo XIX, esta nueva oligarquía sabe cómo manejar el mundo de la pobreza y la dependencia, de modo que las elecciones ratifiquen con votos la desigualdad política y social.
Muchas cosas vistas en Tucumán pertenecen al viejo arsenal de la política del siglo XIX, como los bolsones, los subsidios o el transporte gratuito. Otras son invenciones ad hoc, aprovechando cada uno de los resquicios de las normas, como fue el caso del robo de boletas o la falsificación de los telegramas.
Es posible que nuevas leyes y reglamentos tapen esos agujeros, pero aparecerán otros, pues en definitiva, la condición necesaria para que unos comicios se acerquen al ideal es la existencia de ciudadanos libres, iguales, razonables y vigilantes. Y en la Argentina hoy hay pocos.