“El peronismo es un todo caótico que no necesita definirse para subsistir porque no tiene enemigos que lo fuercen a eso. O, incluso, porque sabe producir sus propios enemigos”.
El epígrafe evoca esa notable disposición a la ubicuidad que el peronismo ha sabido exhibir para retener el poder político y conservar sus longevas raíces entre los sectores populares a lo largo de los últimos treinta años. El enunciado funge de provocación, en momentos que -como era esperable- el peronismo va a la búsqueda de recuperar liderazgo político.
Diversas y llamativas intervenciones periodísticas de los últimos días paralelizan la coyuntura actual del peronismo con el proceso renovador que encarara el partido después de la traumática derrota de octubre de 1983. Es más, recientemente una nutrida y variopinta agrupación -el autodenominado grupo Esmeralda- hizo de la evocación del triunfo electoral de Antonio Cafiero a la gobernación de Buenos Aires, en setiembre de 1987, una oportunidad para convocar a una nueva renovación partidaria. Cabe recordar que esa impronta renovadora naufragaría en la restauración del peronismo más tradicional encabezada por Carlos Menem, quien, a la postre y sorpresivamente, encaminaría el triunfo peronista a un viraje tan inesperado como contradictorio.
La identidad política se nutre de recuerdos y de olvido. Las referencias valiosas del pasado interesan cuando se trata de anclar nuevos liderazgos. No obstante conviene no eludir interrogantes sobre lo que hoy es pasado pero una vez fue presente y movilizó fuertes expectativas.
Ruptura y liderazgos provinciales
El 16 de noviembre de 1986, Antonio Cafiero ganaba las elecciones internas del Partido Justicialista en la provincia de Buenos Aires y se convertía en candidato a gobernador. El acontecimiento marcaba un momento decisivo en el periplo “renovador” que había iniciado el veterano dirigente en 1984 para desplazar a la conducción oficial.
La “ortodoxia” -como se denominaba al oficialismo partidario por entonces- era acusada no sólo de ser responsable de la derrota de octubre de 1983 sino de pretender perpetuarse en el poder, mantener una organización piramidal y una estructura de privilegios y métodos autoritarios que obstaculizaban la institucionalización democrática que la hora demandaba.
El liderazgo que ostentaba por entonces el dirigente bonaerense no era fruto exclusivo de su prolongada trayectoria. Un dato decisivo en su ascenso había sido su performance electoral en las legislativas de noviembre de 1985, en las que se había presentado por fuera del partido, liderando un frente electoral con la democracia cristiana de Carlos Auyero. El resultado había sido un valioso segundo lugar -después del radicalismo- desplazando el oficialismo partidario de Herminio Iglesias.
El “éxito rupturista” de Cafiero se capitalizaría cuando la “renovación” constituyó una “conducción nacional” paralela al oficialismo partidario que, además del bonaerense, integraba al gobernador riojano Carlos Menem y al ascendente dirigente porteño Carlos Grosso. El 31 de diciembre de 1985 se haría público el manifiesto “La Renovación Peronista. Un proyecto y una voluntad para transformar la Argentina”.
El año ’86 la empresa renovadora se consolidó. Aunque -conviene recordar- el proceso tuvo su origen en las provincias. Una evidencia palpable fue el peronismo mendocino, que desde mediados de 1984 había reformado su carta orgánica partidaria habilitando elecciones internas de voto directo, cuando el proceso renovador nacional -que había amagado despuntar en los congresos de Río Hondo y La Pampa- todavía parecía una quimera.
La “Renovación” alcanzaría la conducción nacional del partido en enero de 1988 empujada por la resonante victoria de sus candidatos en los comicios generales de gobernador de setiembre de 1987, que consagraron a Antonio Cafiero, José Octavio Bordón y Antonio Busti en sus respectivas provincias.
Un desenlace inesperado
Las expectativas que suscitara la experiencia renovadora no se redujeron al universo peronista. Abarcaron un arco amplio de la dirigencia social y política. La reconfiguración cultural y política de entonces atribuía a la democracia virtudes refundacionales. En ese contexto, la reinstitucionalización democrática del peronismo resultaba un dato decisivo.
En enero de 1988, el peronismo completaba el circuito de su renovación y llegaba en excelentes condiciones al umbral del recambio presidencial. Antonio Cafiero, a la sazón gobernador de Buenos Aires, aparecía como el primun inter pares para la candidatura presidencial, cuestión que debía dirimirse en julio entre dos fórmulas: Cafiero - De la Sota y Menem - Duhalde. En la interna del 9 de julio -primera elección de voto directo nacional- el indiscutible y marcado triunfo de Carlos Menem fue una sorpresa que parecía contradecir el proceso anterior. Si es cierto que el riojano había cultivado el perfil renovador desde sus orígenes, la alianza que había tejido para esas internas reintegraba y oxigenaba a los desplazados de la ortodoxia.
El debate ex post introduciría interrogantes sobre la renovación peronista ochentista capaz de fertilizar debates actuales. La experiencia de aquellos años estuvo cruzada por fuertes dilemas que tensionaron a la dirigencia entre reformular a fondo la tradición u optar por el camino de conservar las “esencias”. La cuestión de la reformulación partidaria y de un nuevo liderazgo requería mucha pericia para articular e integrar el vasto y heterogéneo conglomerado de segmentos -sindicales, territoriales- que componían el peronismo. Estos dilemas por entonces se representaron como la tensión “movimiento o partido”.
Una de las múltiples interpretaciones sobre aquel resultado fue que la prédica renovadora centrada en la “lucha por la idea frente a la lucha por el espacio”, más propicia a democratizar el partido, había perdido la batalla. Había ganado la fórmula capaz de articular diferentes fragmentos bajo un único liderazgo tradicional. Se reinstalaba el interrogante sobre la virtualidad del peronismo para renovarse. Poco después, en el gobierno, Carlos Menem cambiaría todas las coordenadas.
Mirado desde una perspectiva escéptica, la renovación ochentista se demostró impotente frente a la vieja ortodoxia tradicional. No obstante, acredita el empeño de haber interpelado al peronismo -en un momento de crisis- a valorar la formalidad democrática. Aun cuando pueda leerse como efímero, se puede pensar que el “momento renovador” resulta una contribución notable en la historia del peronismo en el largo plazo.