¿Quién suturará nuestras heridas?

¿Quién suturará nuestras heridas?

Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar

La democracia renacida en 1983 empezó con los mejores auspicios en lo relacionado a curar las heridas previas a su advenimiento, pero de a poco ese impulso inicial se fue perdiendo, ya sea por el sectarismo de los indultadores o por el odio de los inquisidores, que sucedieron a la época de oro -en esta cuestión, no en todas- de los ochenta de Alfonsín.

Los sanadores del pasado. Fue el de los 80 un tiempo en que se buscó morigerar nuestras divisiones, poniendo esa valiosa tarea sanadora al servicio del fortalecimiento institucional.

Así, las cuestiones irreconciliables, como los crímenes del Proceso, se intentaron resolver (con los límites propios de una correlación de fuerzas políticas aún no enteramente favorable a los sectores democráticos) mediante la aplicación objetiva de la ley, sustituyendo la venganza por la justicia en ésta, nuestra principal herida social.

Pero con respecto a las diferencias entre las fuerzas políticas, lo que se buscó es que todas se sumaran al clima democrático en curso para que, aunadas, lo hicieran crecer. Junto a un nuevo radicalismo surgió un nuevo peronismo e incluso muchas fuerzas provinciales conservadoras se fueron agregando al innovador contexto. Y una nueva izquierda comenzó a reemplazar a la antigua.

La unidad de los cementerios. La década de los 90, con la hegemonía menemista, no se interesó por proseguir ese camino, sino que estuvo más ocupada en forzar conciliaciones o indultos no debidamente procesados, que a la larga, inevitablemente, atraerían a sus contrarios.

Así, la reconciliación entre civiles y militares mediante el indulto y el intento de un nunca más al revés (esta vez para que no haya más juicios de lesa humanidad), pudo quizá en la coyuntura quitarle fortaleza a los intentos golpistas que aún pululaban, como los de Rico o Seineldín, pero no se podría mantener a la larga porque era demasiado el crimen como para ser olvidado mediante una convención política superestructural.

De modo parecido, una cosa era el acercamiento institucional entre fuerzas políticas diferentes y otra muy distinta la fusión en una sola de tradiciones históricamente opuestas, como Menem intentó entre justicialismo y liberalismo. Lo cual sólo produjo indigestión, porque lo correcto es que ambas hubieran seguido su evolución propia en la nueva democracia, en vez de fundirse en un imposible que a la larga terminaría por implosionar.

El regreso de los muertos vivos. La tercera etapa, ya entrado el siglo XXI e introducida otra vez la anarquía como en el siglo XIX, buscó dejar de lado tanto el intento de morigerar las heridas de la historia como el de tratar de borrarlas escondiéndolas adentro de la ropa.

Ahora lo que se quiso es hacerlas renacer, y si fuera posible incluir otras nuevas, porque se llegó a la extraña conclusión de que las heridas abiertas, lo más abiertas posibles, serían la solución a nuestros problemas. Que era necesario poner a la sociedad en conflicto a fin de diferenciar a los buenos de los malos, y que para eso se hacía imprescindible el renacer del conflicto histórico, dividiendo el pasado entre hijos y entenados, entre héroes y villanos. Y ni siquiera en base a nuevos paradigmas, sino recuperando viejos esquemas divisorios, primero de los años setenta y luego de los años cincuenta.

La cuestión de los crímenes de la dictadura ya había sido retomada a mediados de los noventa, cuando se comenzó a juzgar a los culpables de la apropiación de niños de desaparecidos, delito que no estaba incluido entre los indultados del menemismo. Y eso se continuó luego eliminando las leyes del perdón, todas cuestiones muy positivas, excepto cuando algunos sectores intentaron convertir los juicios políticos en vendetas del presente, donde ya no importaba tanto lo que había ocurrido en el pasado sino dónde se ubicaba cada uno políticamente en el presente, tanto el que juzgaba como el que era juzgado.

Así, algunos que habían apoyado el proceso militar pasaron a ser los inquisidores por el solo hecho de adherir al nuevo gobierno, mientras que otros que habían combatido a la dictadura pasaron a ser considerados cómplices de la misma o de sus supuestos continuadores por el solo hecho de no simpatizar con el kirchnerismo.

Entonces, otra vez la justicia se confundió con la venganza, o peor porque más que vengar los crímenes pasados (algo rechazable pero entendible en los parientes de las víctimas) lo que se quiso es castigar los posicionamientos del presente (algo tan rechazable como inentendible porque implicaba frivolizar el hecho más dramático de nuestra historia, como cuando se le dio la misma entidad inmoral a la desaparición de personas que a la “desaparición” de goles).

Pero ello ni siquiera terminó en estas venganzas, sino que además se buscó hacer renacer conflictos que parecían terminados, como la división de la sociedad en dos, división que algunos teóricos del nuevo gobierno consideraban tan positiva que de no existir ella en la realidad presente, planteaban hacerla reaparecer artificialmente.

Fue dentro de esa lógica que uno de los principales inquisidores oficialistas condenó a Jorge Bergoglio como el enemigo número uno de los gobiernos K, y para eso se lo juzgó políticamente como uno de los principales cómplices del proceso militar en lo referente a delitos de lesa humanidad.

Así, volvieron dialécticamente los años 70, pero ya no con víctimas y victimarios tal cual señaló el Nunca Más de los 80, sino con héroes y villanos a partir de una interpretación facciosa de los años 70. En ese esquema Cámpora pasó a ser más importante que Perón, haciendo renacer viejas riñas ya superadas por la historia. Y al final se intentó recuperar al Perón más cuestionable de los años 50, al del culto a la personalidad, para hacer lo mismo con Néstor.

Todo a la postre terminó con una nueva división entre peronismo y antiperonismo, en la que ambas partes se ven como enemigos irreconciliables tal cual en los viejos malos tiempos.

Los sanadores del futuro. Felizmente, estas divisiones se produjeron sólo en las cúpulas del poder político o en los sectores de la sociedad más politizados (que son minoría), no como cuando fueron verdaderas fracturas históricas que abarcaron a toda la sociedad. Es eso lo que demuestra la artificialidad actual de estos conflictos.

No obstante, ello no implica que ciertas heridas no se hayan reabierto y que haya nuevamente que volver a suturarlas cuando corresponda, dejando solamente sin cerrar aquellas que haya que superar mediante el debate político que tenga relación con el presente. Lo que no se puede es seguir inventando divisiones al cuete con la sola razón de aplicar el viejo y nefasto precepto de dividir para reinar. Entonces, ni la unidad menemista de los cementerios ni las divisiones kirchneristas que quieren hacer renacer a los muertos.

Ojalá entre los candidatos a presidente que se presentan hoy resulte electo quien mejor sepa suturar -como en los inicios democráticos- las heridas que nos convierten una y otra vez en estatuas de sal, condenados a mirar atrás y así permanecer ciegos ante los amaneceres del mañana.

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