"Hubo tiempos (...) en que no eran dueñas de sí mismas estas provincias. Aquellos a quienes pertenecíamos, nos enviaban de la otra parte del mundo magistrados y leyes. El mérito carecía de recompensa, de ejemplos la probidad, los genios de esperanzas. Confiados a un vasto desierto, vivíamos en entredicho con todas las naciones. Se calumniaba a la naturaleza de habernos formado indolentes, para privarnos de los medios, que nos sustrajesen a la disipación y a la miseria. Nuestras costumbres, nuestros honores, nuestros gozos eran de una perpetua infancia. Todo venía aforado de España, lo que se había de vestir y lo que se había de pensar. Entre tantos ultrajes habría sido el colmo de la crueldad no dejarnos nuestra estupidez"
Así refleja Juan M. Pueyrredón la sociedad que comenzamos a dejar detrás en 1810. Y si bien, él fue un partidario temprano de romper las cadenas coloniales, es erróneo creer que la idea de independencia movió multitudes desde un primer momento. Por el contrario. Mayo estuvo lejos de la gesta popular americanista, presente en el imaginario colectivo. Se trató más bien de la obra de un grupo burgués, porteño y filobritánico que contó con el apoyo de las milicias y la beneficiosa indiferencia del pueblo en general.
Recordemos que la Revolución se desencadenó al conocerse el avance de Napoleón sobre España. No eran tiempos para hablar abiertamente de separatismo y algunos se ampararon tras una fingida fidelidad al rey cautivo, aunque otros la sentían sinceramente. De este modo, los manifestantes de Mayo llevaban el retrato de Fernando VII en el sombrero y una cinta blanca. Esta última simbolizaba la unión entre americanos y españoles y fue el distintivo repartido por French y Berutti. Las cintas celestes y blancas no existían aún.
Todo era muy confuso en América y mientras nos preguntábamos que hacer, Europa ardía bajo el azote napoleónico. Para frenar al -sólo en apariencia- diminuto general, Inglaterra y España. Debido a esto los británicos no podían apoyar abiertamente la Independencia Argentina, pero lo hicieron desde las sombras. ¿Por qué? por lo mismo que nos habían invadido años atrás: deseaban introducir aquí sus productos.
Nuestros revolucionarios no dieron la espalda al apoyo inglés y entendieron que era otro motivo para mostrarse fieles a España, de lo contrario hasta podíamos ser atacarnos. En carta de Saavedra a Viamonte, del 27 de junio de 1811, leemos: “¿Y qué fuerzas tiene el pobre virreinato de Buenos Aires para resistir a este poder en los primeros pasos de su infancia? ¿O qué necesidad tiene de atraerse este enemigo poderoso y exterior [Inglaterra], cuando se ha acabado no se ha acabado con los interiores que nos están molestando hasta el día?
En medio de estas poderosas consideraciones quiere el libre ciudadano Zamudio que se grite al botón ¡independencia! ¡independencia! ¿Qué se pierde en que de palabra y por escrito digamos ¡Fernando! ¡Fernando! Y con las obras allanemos los caminos al Congreso, único tribunal competente que debe y puede establecer el sistema o forma de gobierno que se estime conveniente en que convengan los diputados que le han de componer?” (citado en Durnhofer; 1972:XLV). Y así fue como comenzamos a nacer: escondidos detrás de una mentira, necesaria, pero mentira al fin.
En cuanto a los ingleses, consiguieron la introducción libre e ilimitada de sus manufactura, devastando nuestra producción. La Revolución perjudicó económicamente al interior, pues además de arruinar industrias locales hizo desaparecer muchas rutas comerciales, como por ejemplo la del Perú, aún en manos españolas. Paradójicamente desde Mayo se inició un proceso que fue coartando progresivamente la libertad a las provincias, sometimiento al que la mayoría de los argentinos naturaliza, aunque alguna vez no fue así. Pero esa es ya otra historia.