Por Luis Alberto Romero - Historiador. Club Político Argentino. luisalbertoromero.com.ar Especial para Los Andes
Un indicador adecuado del funcionamiento de la democracia es el sufragio. Estas semanas hemos visto un buen muestrario de nuestras prácticas electorales. El abanico va desde Mendoza -hasta ahora el único caso de derrota de un oficialismo provincial- hasta La Rioja, donde el “gobierno elector” exhibió todas sus capacidades.
El aparato estatal se desplegó groseramente en apoyo del gobernador, con bolsones de comida, pago a los votantes a la salida de los comicios, un sistema de lemas con proliferación de colectoras, y también un poco de la tradicional coacción a los opositores y a los fiscales.
Así funcionaban en el siglo XIX los “gobiernos electores”, en la Argentina y en toda Europa. Por entonces los comicios no interesaban mucho, los votantes eran pocos y los gobiernos no tenían que trabajar demasiado para manejarlos. A Cavour y los liberales italianos, al igual que a Avellaneda o Roca, les sobró el tiempo para construir sus naciones y no lo hicieron mal. En el siglo XX, en tiempos de sufragio universal, producir los votos necesarios para legitimarse puede insumir la totalidad de las energías de un gobierno y del Estado a su cargo.
Eso se hizo en la política argentina hasta 1983. Después de la ley Sáenz Peña, Yrigoyen sofisticó sus métodos pero no descuidó el control de las policías provinciales. Los conservadores resolvieron el problema con el fraude. Perón ganó limpiamente sus elecciones pero siguió las lecciones de Mussolini y desplegó toda la potencia del aparato estatal para aglutinar a sus partidarios y asfixiar a la oposición.
Luego de la última dictadura, emergió una democracia nueva: institucional, plural y basada en el Estado de Derecho. Fue una forma ideal, fundada en la ilusión de una ciudadanía republicana compacta y potente.
Su credibilidad comenzó a degradarse en 1987 y terminó con la crisis de 1989. Luego de elecciones impecables, Menem inició un cambio de rumbo que llega hasta nuestros días. En 25 años, el poder gubernamental se concentró en el Ejecutivo. Sin límites ni controles, el Presidente -junto con gobernadores e intendentes- se dedicó a producir los sufragios que lo mantuvieran en el poder. Los recursos desplegados son tantos y tan variados que pocos ciudadanos pueden escapar a su influencia. Así, hoy tenemos un nuevo tipo de democracia, legitimada por los sufragios y fuertemente autoritaria. O algo más que eso.
¿Por qué fracasó aquella democracia de 1983? Durante mucho tiempo busqué la respuesta en la política misma. Quizás un exceso de ilusión inicial -sin la cual esa democracia no habría existido- produjo una desilusión igualmente fuerte, que sacó a los ciudadanos de las plazas y los devolvió a sus hogares. Quizás la nueva clase política, profesionalmente muy eficiente, adquirió los vicios de una corporación y se abrió una brecha en la representación. Quizá los derechos humanos -arca de la alianza de la democracia- derivaron en una interpretación facciosa, que empalmó con el renacido setentismo.
Sin duda, esto se combinó con otros factores, derivados de la transformación experimentada por el país desde mediados de los años setenta. Tal los casos de la deuda externa y la asfixia financiera; de la censura social iniciada con la desocupación, y de la incapacidad del Estado corroído en su administración y depredado por empresarios prebendarios.
Aunque no percibió la profundidad de la transformación, Alfonsín enfrentó esos problemas. Pero como él mismo dijo, no pudo, no supo o quizá no quiso solucionarlos. El ingenioso Plan Austral terminó en la hiperinflación. De la reforma del Estado se acordó tarde, cuando ya no podía impulsarla. En cuanto a la cuestión social, el Plan Alimentario Nacional fue un paliativo notable, mucho más democrático que las soluciones posteriores, pero limitado por la escasa capacidad del Estado que debía administrarlo.
Mientras tanto, maduraba una nueva Argentina, nacida de la crisis de los años setenta. Había despegado en 1976 y se desplegó en su plenitud con Menem y con los Kirchner. Es curioso cómo discursos diferentes, y políticas también distintas, tuvieron efectos similares o complementarios.
La nueva Argentina tiene hoy una sociedad polarizada y escindida. El mundo de la pobreza es compacto y autosuficiente, con sus leyes y valores. Allí se sobrevive de muchas maneras, entre ellas, con los subsidios estatales. El Estado ha terminado de perder su estructura y entidad, subordinado a gobiernos que utilizan sus herramientas -la AFIP, el Indec o la Justicia- como instrumentos de poder. En cuanto a la política, la crisis de 2001 barrió con los partidos; los dirigentes opositores deben remar en solitario contra el poderoso partido del Gobierno.
En este contexto cabe bien el verso de Borges: nuestra democracia encontró su “destino sudamericano”. Hoy no es simplemente un régimen con fallas que pueden corregirse con más educación republicana. No es algo que funciona mal. Por el contrario, funciona muy bien, en relación con el país al que se aplica.
Tenemos un sufragio y un sistema institucional acorde con nuestra sociedad, nuestro Estado y también con nuestra cultura política. La tradición de la democracia republicana nunca tuvo mucho arraigo entre nosotros; tras los discursos y la práctica de poder de nuestra Presidenta se advierten, borrosas pero reconocibles, las viejas imágenes de Perón y de Mussolini.
No es fácil que una estructura tan bien ensamblada se modifique. ¿Quién va a tratar de disolver un mundo de pobreza fértil en sufragios?
Sospecho que no serán quienes construyen su poder con ellos pero toda cadena tiene un eslabón más débil y, en este caso, son las próximas elecciones.
Una enorme concentración de esfuerzos podría cambiar la orientación del Poder Ejecutivo, que es la pieza clave de la estructura. Luego, una segunda concentración de voluntades podría permitir al nuevo presidente iniciar una reversión -sólo eso- en las cuestiones clave de la pobreza y el Estado y comenzar un encadenamiento nuevo y virtuoso. En estas frases hay muchos verbos en potencial. Por ahora, es todo lo que tenemos.