Por Leonardo Rearte - Editor de Suplemento Cultura y sección Estilo
1. No se puede caer más bajo. Es la metáfora más clara y más horripilante de la historia del fútbol argentino: una persona golpeada por una turba de imbéciles, es arrojada desde lo alto de una tribuna hacia el abismo. Hacia nuestro abismo.
Un infierno, el de la cancha de Córdoba, que podría haber sido firmado por Dante; allí, cientos de demonios miran impávidos la escena (y de esa manera, la avalan) como sabiendo quizá que para que exista el terror tiene que existir el silencio.
Asustan los violentos, claro; pero también asusta que el resto de los espectadores no mueva un dedo, no haga un mísero gesto de algo para impedir la muerte.
A la distancia, nos indignamos muy fácil (y con razón) con los violentos. Pero los testigos, los dueños del silencio de esa tribuna, nos suelen dejar sin palabras a la hora del análisis. Quizá porque la inmensa mayoría de quienes leen (y escribe) esta columna no se identificará jamás con los barrabravas que amasijan cuerpos con cada vez menos excusas de por medio. ¿Pero con el resto? ¿Con los cientos que se quedaron callados y clavados frente a la oscura imagen de un tipo que era destrozado a trompadas y lanzado al vacío? No hay palabras.
La historia de las tragedias argentinas ha sido escrita por un fornido grupo de hijos de puta pero, también, por una multitud de contemporáneos que se quedó pétrea, en la tibia comodidad del mirar para otro lado.
2. No hay estudios académicos firmes (al menos, yo no los conozco) pero se podría arriesgar que gran parte de la explicación sobre las razones que pesan en la violencia en el fútbol hay que buscarla en... los varones. No existen turbas de mujeres con palos buscando la manera de destrozar humanidades que vistan de una camiseta diferente a la propia. Y, en nuestras culturas latinas, estas situaciones (la de los machos en patota) encuentra alguna respuesta en la represión emocional con la que los hombres mayormente hemos sido criados. Sí, el mandato histórico de que “los chicos no lloran” ha imposibilitado que los tipos aprendan a expresar emociones en diferentes ámbitos de la vida; pero quizá sí se lo permitan en el fútbol.
El entorno de la cancha es el único sitio en el que el masculino (para usar un término bien castrense) se permite insultar, revolear la camiseta, saltar, expresar la felicidad y también el dolor. Muchos futboleros han dicho y escrito, por ejemplo: “Nunca me hablaba con mi papá, pero en la cancha nos abrazábamos y llorábamos”. “Mi viejo era un oficinista común y corriente, pero en la grada se convertía”.
Sí, ya sé, esta teoría tiene sus buenos agujeros: ¿por qué la violencia en el fútbol ha ido creciendo cuando, supuestamente, la educación familiar se ha vuelto menos estricta en general (aunque la base sigue siendo machista) y al niño cada vez se le permite (por suerte) expresarse como un ser sensible?
Porque nada, en este bendito mundo puede explicarse de una sola manera. Nada es tan sencillo. Al fútbol teñido de violencia también le cabe la famosa multicausalidad de la que tanto gustan hablar los intelectuales. La famosa multicausalidad, también hay que decirlo, que tantas veces ha servido como excusa para cerrar debates, y no explicar un carajo.
3. En este caso, como en casi todos, se pueden discernir varios tipos de violencias. Al de la indiferencia, sumemos la violencia de la costumbre. Esa anestesia que hace que cada una de estas noticias de “incidentes tras el partido” se pulvericen, con el paso de las horas, enfermas de naturalidad.
Nos acostumbramos a que tras estos incidentes nunca pase nada en el fútbol: ni con los dirigentes del fútbol, ni con los funcionarios que se alimentan del fútbol.
Es, de una, el mundo del “todo pasa”. O lo que es lo mismo, del “no pasa nunca nada” (1).
Nuestra escala de valores, tan particular, atenta contra la posibilidad de hacer justicia. Se plantea como un supuesto drama “sacarle los puntos a un equipo” cuya hinchada cometió un delito de este calibre. El resultado deportivo termina siendo más importante que la vida. Incluso, para avalar este delirio, se juega el partido con total normalidad, aun sabiendo que minutos antes, alguien fue masacrado por la hinchada.
Es de sentido común: para solucionar algo, primero te tiene que importar. Después, se debe trabajar con inteligencia y con honestidad sobre el tema en cuestión. ¡Qué problema! ¿Dónde encontrar algún gramo de solidaridad, inteligencia y honestidad en el entorno del fútbol argentino y en nuestra dirigencia en general?
(1) Qué frase repugnante la de "todo pasa" que, de alguna manera, sirvió de slogan para la gestión de Julio Grondona como presidente de la AFA (tenía un anillo con esa inscripción). Desde el punto de vista simbólico, es una imagen literaria que aboga y hasta promueve la falta de compromiso, de solidaridad. Para las víctimas, o los familiares de las víctimas, nada pasa nunca. El dolor no se va y menos, con la impunidad, la impavidez y la pasividad de quienes deberían luchar para que nada pase sin justicia de por medio.