La caída de un autócrata desemboca en la ocupación extranjera y la guerra civil. Un movimiento revolucionario con una visión mesiánica capitaliza el caos para hacerse del poder. Los revolucionarios gobiernan a través del terror y la promesa de una utopía, inspirando a imitadores en todo el mundo.
Pero otras naciones imponen una cuarentena, los rivales internos recuperan el terreno y, pese a sus éxitos iniciales, el nuevo régimen tiene pocas posibilidades de sobrevivir, en especial cuando las potencias extranjeras, entre ellas Estados Unidos, participan en el combate en su contra.
Ésta es, a la fecha, la historia del Estado Islámico, que la semana pasada refutó las predicciones sobre su inminente colapso al capturar las ciudades de Ramadi en Irak y de Palmira en Siria. El presidente Barack Obama dijo que estos eventos habían constituido un “revés táctico” y es muy posible que así sea. Todavía es difícil imaginar que vaya a perdurar ese califato sui generis.
Pero esa es también la historia de los primeros días de la Unión Soviética, cuando parecía muy improbable que una conjura de bolcheviques llegara a dominar al imperio zarista durante más de setenta años. Cuando el régimen bolchevique tenía la edad que tiene ahora el Estado Islámico, Estados Unidos, Francia y la Gran Bretaña estaban apoyando a sus adversarios, los rusos blancos, enviando tropas a Rusia. Japón y la renacida Polonia estaban presionando a los bolcheviques desde el este y el oeste. Y el miedo provocado por el Terror Rojo parecía ser la fuerza principal que impedía que el Estado paria se viniera abajo.
Una generación después, esos parias formaban una súper potencia global.
Las diferencias entre las dos situaciones son numerosas, por supuesto. Los bolcheviques controlaban centros urbanos e industriales clave, mientras que el Estado Islámico realmente domina solo en las áreas remotas de Irak y Siria. Los enemigos extranjeros de los bolcheviques estaban agotados por la Guerra Mundial y su capacidad de proyectar poderío militar estaba mucho más limitada que la de los Estados Unidos de hoy.
Por muy importante que fuera geopolíticamente, en 1919 Rusia estaba en la periferia de las preocupaciones inmediatas de seguridad de las grandes potencias, mientras que el Estado Islámico está asentado en una encrucijada rica en petróleo y asesina a ciudadanos occidentales cada vez que puede.
Y la cosmovisión del Estado Islámico carece evidentemente (y misericordiosamente) del coro adulatorio occidental y del sentido del momento histórico del que disfrutara el marxismo-leninismo en sus tiempos.
Sin embargo, el ejemplo soviético es un útil recordatorio de que la caída “inevitable” de advenedizos fanáticos no siempre es realmente inevitable. Y ofrece algunas lecciones de que, contra todas las probabilidades, el Estado Islámico de hecho podría sobrevivir.
Primero, las grandes potencias se hartan de la guerra y se distraen. Por muy diferente que sea la situación actual de la que siguió a la Primera Guerra Mundial, es evidente que Estados Unidos se hubiera implicado militarmente contra el Estado Islámico de no haber tenido la reciente y desilusionante experiencia de la sangrienta ocupación de Irak. Y es fácil imaginar que el surgir de algunos eventos -otra crisis económica, una guerra abierta en Ucrania, enfrentamientos con China- hicieran que Ramadi nos pareciera algo tan remoto como Arkhangelsk y Vladivostok les han de haber parecido a los occidentales en 1919.
En segundo lugar, un régimen que lucha por su sobrevivencia tiene ventaja sobre una coalición de adversarios menos interesados. Sí, el Estado Islámico se ha echado de enemigos prácticamente a todos los países vecinos y sus fuerzas armadas. Pero eso significa que sus dirigentes, tropas a pie, saben que están en una situación de triunfar o morir, lo que crea incentivos similares a los que tuvieron los soviéticos y, antes que ellos, la Francia revolucionaria, que se defendió de ataques venidos de todas partes.
En tercer lugar, porque la Realpolitik puede ayudar incluso a los fanáticos a encontrar a aliados de conveniencia. Los bolcheviques llegaron al poder con la ayuda de Alemania, que despachó a Lenin en un tren a San Petersburgo; y a lo largo de los años veinte, Berlín cultivó lazos militares secretos con los soviéticos. En forma de algún modo similar, el Estado Islámico ha sido financiado por donadores sunnitas de Arabia Saudita, Kuwait y Qatar y, en tanto se mantenga en guerra con Irán y sus aliados, las potencias sunnitas no azuzarán a nadie en su contra.
Claro, si el Estado Islámico se mantiene en guerra permanente contra ellos, la cooperación será imposible. Pero las ideologías mesiánicas a veces son más adaptables de lo que esperamos.
En un convincente ensayo sobre los compromisos teológicos del Estado Islámico, Graeme Wood alega que el califato quedará “paralizado” por su visión apocalíptica, que descarta cualquier tregua o suspensión de la yihad. Y eso puede ser verdad; los movimientos suelen consumirse tan solo por esa razón.
Pero en ocasiones encuentran la forma de adaptar su ideología cuando lo requiere la sobrevivencia -como hicieron los bolcheviques- y apoyarse también en lealtades étnicas y nacionales. Eso es lo que ya está haciendo el Estado Islámico: tiene ex miembros del partido Baaz en su dirigencia militar, así como el ejército de Trotsky tuvo ex zaristas. Y ha explotado los motivos de queja de los sunnitas así como Stalin se valió del orgullo nacionalista e incluso religioso en la Segunda Guerra Mundial.
Que pueda hacer más compromisos dependerá de las luchas de poder que probablemente ya están ocurriendo, invisibles para los ojos occidentales. Y es muy probable que no haya estrategia que permita preservar el califato, en especial si el próximo presidente estadounidense se compromete de lleno con su destrucción.
Pero todavía no cae. Y mientras más tiempo sobreviva, más tiempo podría durar.