Había soñado con París tantas veces... recorriendo sus calles, enmudecido frente a la Torre Eiffel o inclinándome ante la tumba de Napoleón en Les Invalides; París fue, para mí, todo eso y mucho más.
Corría julio de 2013 y el verano parisino me recibió con un calor agobiante. Poco importaba. “La ciudad luz” se desplegaba ante mí con una lista de pendientes que hacía tiempo no dejaba de agrandarse, pero pese a saberme vencido de antemano por la imposibilidad de cumplir con la proeza no me desmoralizaba.
Caminar por las calles de París es ir encontrando nuevas sensaciones a cada vuelta de esquina. Basta con bordear el Sena desde la Catedral de Notre Dame, vislumbrar a un costado el Hotel de Ville, seguir hasta el Museo del Louvre (antiguo palacio real), luego atravesar el Jardín de las Tullerías hasta la Plaza de la Concordia, avanzar por Champs-Elysées hasta dar de frente con el Arco del Triunfo y subir por sus escaleras para apropiarse de una de las panorámicas más espectaculares de la ciudad con una postal única de la Torre Eiffel. Con eso tenemos el viaje cubierto, pero París siempre puede dar un poco más.
Hay más porque cada uno de los barrios de la capital de los enamorados tiene sus historias e imprescindibles. Un punto aparte para el Barrio Latino (su nombre se debe a que durante la Edad Media el latín era la lengua distinguida de las instituciones académicas más prestigiosas de la ciudad), con el palacio y los jardines de Luxemburgo, tan concurridos por los estudiantes de la Sorbona; o el Café Flore, en el que aún quedan resabios de la atmósfera existencialista de los años 60 del Siglo XX, y donde, con un poco de imaginación, hasta pueden oírse las discusiones intelectuales que Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir solían tener en este sitio.
Los amantes de la vida nocturna no pueden dejar de visitar el barrio rojo de Pigalle, con una oferta considerable de pequeños bares -y no tan pequeños-. Si se dispone de fondos suficientes, no hay que privarse de una velada en el mítico Moulin Rouge, con sus galas inolvidables que sólo vemos en las películas.
Aprovecho este espacio para derribar un cliché muy común sobre los franceses y puntualmente sobre los parisinos. Es un prejuicio corriente oír decir a quien no sabe hablar el francés que los franceses no responden a cualquier otro idioma que no sea el propio: por experiencia propia, refuto ese argumento.
A pesar de poseer un conocimiento aceptable del idioma e ir con toda la buena voluntad a “hablar” francés a los franceses, tratando de marcar el acento como debe ser, muchos de los parisiense devolvían sus respuestas en ingles para eludir pérdidas de tiempo que pudieran prolongarse. Eso sí, si hay que destacar algo de los parisiense es su predisposición sumado a una excelente camaradería: entremos a dónde entremos seremos recibidos con un bonjour y despedidos con un au revoir.
París es una ciudad que invita a detenerse en un bistró -nos podemos encontrar varios de ellos a poco caminar en cualquiera de los arrondissements de la ciudad-, sin importar la hora del día. Acodarse en una de sus pequeñas mesas redondas. Disfrutar de un café, una cerveza o por qué no una copa de un buen espumante francés y degustar un omellete o alguna crêpe. Y dejar que la ciudad se despliegue ante nuestras narices en un sin fin de idas y vueltas de gentes y autos y ruidos y olores. De seguro la pausa, el retiro espontáneo, marcarán un antes y un después en lo que París sea para cada uno de nosotros.
Quizá París sea una amalgama refinada entre belleza, historia y fantasía, quizá sea la ciudad ideal para cambiar de pareceres con cada vuelta de esquina o modificar nuestra opinión sobre ella ante cada nuevo paisaje o monumento que vayamos descubriendo. Quizá pensemos como Hemingway y para nosotros “París no volvería nunca a ser igual, aunque seguía siendo París, y uno cambiaba a medida que cambiaba la ciudad”. Una ciudad que siempre invita a volver.