¿No serás muy vivo?

¿No serás muy vivo?

Por Leonardo Rearte - Editor de Sección Estilo y de suplemento Cultura

¿Conocen el Palacio Barolo, en Buenos Aires? Fue construido por el acaudalado italiano Luis Barolo, en honor a “La Divina Comedia” de Dante Alighieri, en 1919. Tardó en levantarse 4 años (menos de lo que tardan asfaltarse algunas rutas actuales). Él, como muchos otros inmigrantes, creían que la Gran Guerra y conflictos posteriores destruirían Europa, y quisieron trasladar gran parte de la cultura itálica a Avenida de Mayo al 1370, a pasitos del Obelisco.

Esplendor y lujo “culto” (perdón por el oxímoron) repartidos en 22 pisos y 2 subsuelos que recuerdan, a puro estilo gótico, el infierno y el cielo del Dante, con infinidad de gárgolas y mensajes ocultos entre piso y piso.

Pero en una visita reciente, lo que a mí me llamó la atención fue un cartelito ubicado en la planta baja. Entre tanta excelencia arquitectónica, aspiraciones de primer mundo y anhelo de una Argentina potencia (que se respiraba entonces), en la planta baja se conserva un cartel impuesto por el gobierno de la época: “Prohibido salivar”.

A principios del siglo XX, ese texto se leía en los transportes públicos y en edificios concurridos. Los cronistas, fundamentalmente extranjeros, se sorprendían del entramado de aquella sociedad en conflicto, con la no siempre amable fusión de inmigrantes y criollos que convivían en una Argentina que barajaba opulencia con conventillos. Un cartel que prohibía salivar explícitamente habla de una comunidad con lazos de convivencia débiles, donde todo lo que no estaba expresamente prohibido estaba permitido.

“La viveza criolla” nació entonces. Fue una herramienta. La manera que tenían los “criollos” de aventajar a aquella masa de viajeros dispuesta a hacer sacrificios por un costo mucho mayor al que estaban los “nativos”. Y, de alguna manera, se fue configurando una sociedad donde se le podía “buscar la vuelta” a todo. Donde la ley no era un límite, tan solo un obstáculo.

En eso, Barolo, La Divina Comedia, los infiernos y la viveza, estaba pensando frente a una góndola de supermercado, mientras veía estos flamantes “precios digitales” que han implementado las cadenas. Visores que no necesitan ser reimpresos con la vieja “remarcadora”. Son como relojitos a pila. Que nunca atrasan. Siempre suben.

Los precios suben no precisamente porque se sabía que el presidente que vendría iba a devaluar y los proveedores “se curaban” en salud de ese supuestamente inevitable dólar a $15 ó $20 (de hecho, el dólar hoy está a 14 y nadie devolvió ningún dígito). Los precios suben porque pueden subir. Y porque como sociedad, vos y yo, “castigamos” a aquellos que elevan los valores ¡comprando más! (como va a seguir subiendo, mientras podamos, compramos como si no hubiera un mañana. Firmando así aquello de que las profecías están para autocumplirse).

No voy a ser tan naif de echarle la culpa sólo al consumidor. Son “re-vivos”, antes que nadie, los referentes del sector comercial y productivo, que están acostumbrados y cómodos, como caballo viejo, a recorrer siempre el caminito inflacionario. Y haciendo juego con este panorama de individualismo, también intentan llevar agua para su molino los políticos, siempre prestos a darle a la maquinita de hacer billetes. (La nueva oposición se queja amargamente de lo que hasta  hace horas negaban, en una situación que hasta parece metafísica). Pero hagámonos cargo de lo que nos toca...

Luis Brandoni, en “Cien veces no debo”, se lamentaba dramáticamente de la desgracia que le tocaba vivir como padre de familia, cuando descubre que a su hija (interpretada por Andrea del Boca) le “habían llenado la cocina de humo”.

Muy pronto tendría que alimentar una boquita más, sin entender por qué le pasaba lo que pasaba: “¿Por qué me tiene que pasar esto a mí? ¿Por qué? Si yo no le hago mal a nadie: remarco los precios, compro dólares como todo el mundo, pago los impuestos cuando no hay más remedio, creo en Dios… Entonces, ¿por qué? Hay tantas hijas por ahí y me vienen a llenar justo la mía. ¡Qué yeta, Dios mío, qué yeta!”

A veces terminamos así. Desfallecidos de tan vivos.

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