En el '79 dos australianos pegaron el salto fenomenal, montados en aquellas motos desquiciadas y fuera de control que sonaban estridentes en "Mad Max: Salvajes de la autopista": Mel Gibson y George Miller. El primero, como actor y protagonista de la película (hoy saga) que escribió y dirigió el segundo.
Fueron apenas los 350 mil dólares de "Mad Max: Salvajes..." los que les dieron a Gibson y Miller el pasaporte para hacer de sus carreras un sendero de gloria. El actor, luego devenido en director, se dedicó a broncear su rostro en las maquinitas de hacer galanes de las majors, para después convertirse en fanático creador de films religiosos. El escritor y director (su nombre de nacimiento es George Militio), en cambio, aguzó aún más su capacidad de excepticismo sobre el correr de la 'civilización', para continuar entregándonos buenas, y bien craneadas, dosis distópicas con "Mad Max 2: El guerrero de la carretera" (1981) y "Mad Max 3: Más allá de la cúpula del trueno" (1985).
Así es como esta saga se convirtió en mito: no por las extraordinarias piernas de Tina Turner (Aunty Entity, en la tercera película de la saga) o por la buena performance de Gibson (protagonista de todos los films excepto este último de 2015), sino por la idea imbatible de Miller: convertir al mundo postapocalítico en un territorio enajenado hasta el delirio.
La trama de esta cuarta entrega de "Mad Max" trae varias, e inteligentes, variaciones. El 'héroe' ya no es hombre sino mujer y la lucha ya no es por el petróleo y el agua sino por la redención. En "Furia en la carretera" Max deambula solo por el desierto brutal en que se ha convertido el mundo hasta que se encuentra con Furiosa, una mujer que huye en busca lo irremediablemente se ha perdido: la paz, el más mínimo rasgo de humanidad 'saludable'.
En esta entrega volvemos a recordar por qué George Miller logró, con un puñado de dólares, convertirse en héroe del cine fantástico. Es que "Furia en la carretera" es mucho más que alucinantes efectos especiales o un buen diseño de puesta: es un prodigio visual que contiene escenas memorables, un fárrago inextinguible de locura (contagiosa para el espectador como pocas veces sucede), un delirio controlado a fuerza de minuciosa imaginación, un tránsito frenético y desesperante que mantiene nuestra adrenalina al tope hasta el último segundo, y un guión tan inteligente que le da cabida a cada uno de sus personajes para agigantarse a gusto (en especial a los femeninos).
Hay una película de superficie: belleza inquietante en la que el mundo es arena, sol ardiente, chatarras oxidadas construidas como un lego del espanto (la cinta se rodó en los desiertos del África). Allí, en ese escenario hostil y atrapante para la vista, los hombres son cuerpos deformes que se desarman en acrobacias inexplicables; las mujeres, tesoros para el ordeñe, que guarda el tirano en una bóveda secreta. La locura no tiene tope ni medida y convierte a las mentes en máquinas de pensamiento elemental. En esta primera lectura la trama es simple, porque lo que prima es el ritmo y la acción. Pero hay una segunda capa, funcionando en paralelo (sólo es posible analizarla después de varias horas de la experiencia del visionado).
Es que "Mad Max: Furia en la carretera" no tiene un cambio de género en su rol principal sólo porque Gibson ya no da para el papel. Es una mujer (extraordinaria faena de Charlize Theron) la que toma el mando de la trama porque el film se pone feminista; o, al menos, crítico respecto de la mujer y su espacio en el campo social. Y, para hacerlo, Miller elige que el protagonista del título (encarnado en el eficiente Tom Hardy) sea apenas un segundón, un ayudante, en la toma de decisiones: ellas -las chicas- piensan, ejecutan, planean estrategias, se arriesgan y ganan. Pero hay más.
Miller aguza su mirada distópica del mundo y nos lanza guiños desesperantes acerca del futuro, si es que decidimos seguir por esta lógica a punta de pistola imperial por los recursos.
Transitar esta experiencia es un shock de heavey metal tan poderoso y formidable que sólo unas horas después podremos bajar a la tierra que nos cobija. Y es tan angustiante la postal que diseña el film que no da tregua: no hay posibilidad de un mundo feliz; ya nunca, jamás.