¿Inocentes? Pocos o ninguno

¿Inocentes? Pocos o ninguno

Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com

Hoy por hoy, el sueño mayor de la utopía K ha devenido en la misérrima pretensión de poder convencer que José López estaba loco y actuó solo. Sería apenas una falla del sistema, excepcional, irreproducible, única. Y si no se puede comprobar su locura, al menos que se demuestre su inmensa soledad. En un discurso delirante pero muy representativo del estado de cosas dentro del mundo K, Hebe de Bonafini no sólo lo convirtió en una excepción sino también en un infiltrado.

Existen otros pretextos igual de indefendibles. El de que quizá debajo de Cristina y Néstor puedan haber habido malandras pero que la pareja real nunca supo nada. Luis D’Elía lo insinúa, al decir: al fin y al cabo López formaba parte del PJ de Gioja y Scioli que cada día se aleja más de Cristina.

Y así como D’Elía acusa de la corrupción al PJ tradicional, el PJ tradicional se va tentando cada vez más con la idea de circunscribir la corrupción al kirchnerismo, al Frente para la Victoria, a La Cámpora, en última instancia a Cristina, con el argumento de que, en el fondo, ellos jamás fueron peronistas.

Cuando la pelota se patea tanto de un lado para el otro es porque en esta historia no hay prácticamente inocentes. Que López son casi todos los que formaron parte de aquel gobierno, salvo algún ingenuo. Es cierto que no se puede culpar a las bases, a los creyentes sin más interés que la fe, a las miles o millones de personas que sólo se limitaron a movilizarse en los actos. Gente enteramente respetable por defender sus ideas. Pero una cosa son los ciudadanos de a pie y otra todos los que formaron parte de la élite política, en mayor o menor grado.

Está claro que desde el punto de vista jurídico no es lo mismo quien se quedó con el dinero, que aquél que, aun sabiendo de la existencia predominante de esta gentuza en los más altos cargos del poder, se quedó callado para no perjudicar a la “revolución”. Pero desde el punto de vista político, la diferencia entre el ladronzuelo y su cómplice ideológico son nulas. Lo que pasa es que uno irá preso y el otro sólo deberá arreglárselas con su conciencia.

Que un intelectual central del kirchnerismo como Hernán Brienza diga que la corrupción democratiza, porque sin ella el acceso al poder sólo sería patrimonio de los ricos, es políticamente tan grave como jurídica y moralmente es lo de Lopesito revoleando maletas reventadas de dólares sucios. Y aunque parezca mentira, mucho peor aún es que Brienza admita vivir en la casa de su abuela porque no tiene un mango. Algo de lo que no dudamos. Como tampoco nos cabe duda de que fueron estos intelectuales los principales justificadores del mal. Ayer y hoy.

En los años ‘70 el drama fue que los intelectuales regalaron las ideas a las armas. La violencia remplazó al debate y así nos fue. Se adoptó la concepción de que la violencia es la partera de la historia y que por lo tanto, para que aconteciera la liberación de los pueblos, más importante que defender tal o cual ideología era la forma de combatir. Y la mejor forma era con las armas. La crítica central que a Montoneros le hizo la izquierda tradicional e incluso algunos de sus miembros que aún tarde se dieron cuenta de la suicida estrategia seguida, era que para esta cúpula guerrillera las ideas debían subordinarse a las armas.

Esta concepción trágica que fue en gran medida responsable de la inmolación de una generación, ahora se repite por quienes se dicen sus continuadores pero en forma grotesca, bufonesca, patética, degradada. Esta vez los intelectuales no cedieron sus ideas a las armas sino al dinero. Compraron como propia una idea miserable de una pareja sureña (que, no seamos hipócritas, tenía gran aceptación desde mucho antes en gran parte de la clase política argentina) acerca de que el dinero era fundamental para hacer política. Pero como esa idea sin adornarla era bastante asquerosa, la pareja usó a los intelectuales para explicar que el dinero en una revolución como la que ellos venían a impulsar, era la nueva partera de la historia. Que la corrupción ahora, como la violencia antes, era la gran herramienta del cambio social.

Brienza la compró enterita, pero casi todos los intelectuales K la compraron en algún grado porque ellos sabían lo que estaba pasando, como lo sabíamos todos, pero la gran mayoría calló y no por complicidad cash sino por complicidad ideológica. Con tal que un gobierno les trasladara sus ideas al poder, ellos, las almas bellas y nobles del progresismo que se vende como moralmente superior, aceptaron que los políticos se enriquecieran malamente.

Al principio del gobierno de Néstor Kirchner, el intelectual José Pablo Feinmann sostuvo con valentía que Néstor no podría hacer la revolución si se seguía rodeando con la gente que se rodeaba porque no se puede hacer algo bueno con gente mala, decía. Pero luego lo convencieron de callarse con el eterno verso de no hacerle el juego al enemigo. Y de a poco todos fueron cediendo a la ideología del dinero como partera revolucionaria, aunque casi todos ellos a la plata no la vieran nunca.

Si en vez de claudicar tan dramáticamente, los supuestamente “puros”  hubieran puesto límites a su gobierno desde el primer día, la corrupción no hubiera alcanzado estos niveles atroces. En ese sentido los intelectuales y los políticos K que no robaron son tan responsables como los que se quedaron con la plata, porque jamás de los jamases le pusieron límites.

Y conste que estamos hablando de política, no de moral. López es un ratero desmedido por la desmesura del robo, pero un ratero al fin, mientras que los Brienza son quienes proveyeron las herramientas ideológicas y los indultos políticos para que los lopesitos robaran a piacere.

Ni siquiera se puede salvar la ideología diciendo que sus responsables políticos la traicionaron pero que las ideas siguen siendo buenas.

No, en este caso también la ideología está infectada de corrupción porque el estatismo de esta época fue la excusa para robar como antes lo fue el privatismo. Porque en el privatismo el actor principal era el capitalista que coimeaba a los políticos, mientras que acá fue lo mismo pero al revés. El Estado y la ideología estatista se usaron para que el dueño provisional, pero dueño al fin del Estado, se quedara con todo lo de todos para él solo. Fue una clarísima privatización de lo público hacia un matrimonio que incluso quiso crear sus propios capitalistas para que en vez de ser testaferro de ellos, ellos fueran testaferros de él. Ese proyecto fue estructural pero también patético e imposible, por eso termina con un chiflado tirando maletas al boleo desesperado por no saber qué hacer con tanta plata y con otros quizá quemándola.

En síntesis, el verso de los intelectuales puros que hablan de la locura de un hombre solo que traicionó al proyecto es algo tan miserable como el que robó, con la diferencia a favor del que robó que éste no lo hacía en nombre de ninguna moral ni ideología, mientras que ellos sí. Por otra parte, no existe ser humano en el mundo que pueda creer que López se cortó solo o que no sepa quién le daba las órdenes a López. Que en parte era De Vido, pero no sólo De Vido. Más claro, agua.

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