Por Mario Fiore - Corresponsalía Buenos Aires
El Congreso se está embarcando en un decisivo test para la institucionalidad. En él, la “clase política” deberá demostrar hasta dónde está dispuesta a llegar en pos de construir un nuevo andamiaje jurídico que le permita al país librarse de la corrupción estructural. Esta semana, la Cámara de Diputados discutirá dos proyectos de ley con ribetes muy polémicos surgidos para acompañar el clamor popular de manos limpias.
El primero permite la extinción de dominio de los bienes decomisados para que el Estado haga usufructo de ellos hasta que la Justicia condene o no a los acusados. El eslogan es que volverá a la sociedad lo que la corrupción o el narcotráfico se apropiaron ilegalmente. El otro proyecto establece la figura del arrepentido. El objetivo es permitir que un funcionario o empresario acusado revele datos que permitan condenar a implicados de mayor responsabilidad en el mismo delito.
A estas leyes se suma un debate más larvario sobre los fueros parlamentarios. Por apurar el allanamiento de la casa de Julio de Vido, el macrismo también disparó una discusión más compleja sobre aquello que la sociedad percibe como privilegios pero que la Constitución concibe como herramientas indispensables sin las cuales los legisladores no pueden cumplir su rol de contralor.
Si bien el oficialismo pretende sacar rédito de estas tres discusiones, es probable que emerja una tensión muy fuerte entre los sectores que desde los márgenes lucharon contra la corrupción -Elisa Carrió, Margarita Stolbizer- y el establishment. La respuesta, no hay que descartarla, podría ser terminar siendo corporativa. El gran temor que atraviesa a todos es que el estado de sospecha generalizado termine favoreciendo una nueva crisis institucional dado que los tiempos de la Justicia siempre favorecen a la impunidad y la bronca de la ciudadanía podría recaer exclusivamente en la “clase política”.
Politólogos como Marcos Novaro o Andrés Malamud coinciden en marcar el peligro. Ambos hablan de un complejo paso entre un diseño institucional que tolera la corrupción y otro que la expulsa. “El problema es la transición, el momento en que ya no funcionan las reglas opacas de la corrupción, pero todavía no funcionan las transparentes de la República”, dice Novaro. “El proceso puede llevar más tiempo de lo que la ansiedad de la sociedad puede soportar”, acota Malamud.
En el peronismo, donde se está operando un precipitado distanciamiento del kirchnerismo, la fe extendida es que no puede darse en Argentina un proceso de “mani pulite” porque, de producirse, habrá como conclusión anomia. “La sociedad se quedará con la sensación de que de un lado están los chorros y del otro el oficialismo actual que gobierna para las elites. Estaremos a un paso de otro ‘que se vayan todos’”, dice el PJ.
Es este proceso transicional lo que está comenzando a discutir el Congreso. El desafío debería ser no volver a legislar de apuro, como cuando sancionó aquellas leyes de seguridad que surgieron al calor del efecto Blumberg, que tan poco resultado tuvieron.
Pero la tentación de avanzar sobre el kirchnerismo se presenta como gran oportunidad para el oficialismo. Cambiemos y sus aliados -básicamente el massismo- advierten que el FpV está desorientado y que por ello hay que dar señales a la sociedad ya.
Después de todo, José López fue atrapado infraganti y la obscenidad de sus 9 millones de dólares mal habidos dinamitaron el eje argumentativo del relato que construyó el kirchnerismo desde el poder, aquel que sostenía que todo lo que dijeran los medios era una interpretación interesada de la realidad, que los hechos en sí no existían. Sin la coraza del relato, algunos empiezan a jugar al “sálvese quien pueda”.