“Gran Hermano”, el debate

“Gran Hermano”, el debate

Por Leonardo Rearte - lrearte@losandes.com.ar

Recuerdo que durante la primera temporada de "Gran Hermano" el debate instalado desde los medios tenía que ver con si los participantes iban a poder soportar el encierro, las cámaras, los vidrios espejados por toda la casa. Una larga década después, en plena era de YouTubers, selfies y culto por el cuerpo, ninguna de estas supuestas limitantes e incomodidades de ayer importan ya un comino.

Las cámaras, los espejos, el encierro no son un drama. Al contrario, son un imán para estos pibes que parecen haber salido de un casting comandado por Hugh Hefner, el pope de Playboy.

Antes, el juego (soso para algunos, fascinante para otros, peligroso para todos) se regía en observar este experimento semi-macabro, que consistía en ver cómo los tipos y las tipas administraban lastimosamente su intimidad (antes, se hacían un ocho o un dieciséis para cambiarse o para tener sexo bajo carpas de ropa blanca), cómo desconocidos soportaban la presión de la mirada del otro 24 horas, cómo tejían -sin que los otros jugadores lo percibieran- estrategias para echar al rival.

El rival siempre es el otro, en la lógica de estos realities. ¿Recuerdan los escándalos europeos del año cero de este reality? Cuando se hablaba de intentos de suicidio de hombres y mujeres que se sometieron a la mirada de Gran Hermano.  Porque sí, hubo una época en la que el máximo exhibicionismo era un problema y no un valor.

Y mucho antes, Gran Hermano fue sinónimo de George Orwell. De futuros distópicos, como el propuesto por su obra "1984". De los daños que podrían traer aparejados el máximo control de la tecnología y el poder. De la pérdida del individuo y de sus libertades.

Ayer Gran Hermano fue sinónimo de Orwell y hoy es sinónimo de Rial. La mirada intrusa no es analizada como un peligro sino como un insoslayable. Lo mediático es lo buscado, no lo que hay que combatir.

No quiero parecer, como dicen los españoles, un viejo cebolleta. Ni bajar línea. Sólo intentar describir las primeras imágenes que ofrece el programa estrella de América, en su versión 2015. Con participantes que gritan a los cuatro vientos que no supieron cómo aguantar los tres días de abstinencia sexual en el hotel, antes de ingresar a la casa.

Que muchos de ellos son aspirantes a modelos que han compartido infinidad de casting y ya se conocen entre sí. Con señores que no tienen ningún miedo (ni respeto) a las cámaras porque ya fueron tapas de revistas hot, o fueron carne de sitios XXX. Porque el juego cambió. O la sociedad.

Tiene que quedar claro: hoy los participantes se suben a la balsa Gran Hermano para intentar "salvarse", según las reglas del juego de la tele actual. La meta es ser "famoso". Pegarla y quizá en unos meses ver titilar su nombre en la cartelería de la porteña calle Corrientes.

O ser conductores de "Pasión de sábado", por qué no. Y si no, por lo menos, entregar la intimidad en comodato, como un pasaporte a conseguir la chamba de cobrar por "presencia" en los boliches.

Tampoco estoy de acuerdo con esa oleada de tuits que dicen que este GH refleja "nuestra juventud". Primero, porque "nuestra juventud" no es nuestra, sino de ellos. Segundo, porque la juventud, como todo en la vida, es mucho más compleja, más amplia.

Y uno quiere creer que la mayoría de los sub 30 entienden que no es cierto ese constructo teórico que imponen los realities, acerca de que sólo trasciende el escandaloso, ruidoso y un tanto dispuesto a mostrarlo todo. Que más que ser honesto, tenés que ser pícaro. Que no importa prepararse y cambiar, evolucionar; como si lo realmente valedero fuera "ser uno mismo" por siempre.

Que la inteligencia que hoy hace falta, no es la del ajedrez sino la del truco. La capacidad para garcar al otro, de una manera que te haga sentir "orgulloso".

Que lo que importa es la guitita a corto plazo, más allá de los grandes proyectos. Releo este párrafo y me pregunto: ¿qué diferencia hay entre el juego de Gran Hermano y la lógica de la política doméstica argentina? Así es, a veces la televisión se pone tan pero tan extraña, que hasta se parece demasiado a nosotros.

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