En 2015, mi última columna fue un compendio de los artículos más grandes sobre justicia social, según las clasificaron intelectuales y activistas. Pensé que haría de ésa una tradición de fin de año en la columna, pero este año se entrometió Donald Trump.
Eso no quiere decir que se hayan esfumado los problema de justicia social. No ha pasado eso, para nada. Sin embargo, la elección de Trump representa una amenaza tan significativa -y singular- para este país que, para mí, todos los demás problemas, lamentablemente, y espero que en forma temporal, quedan subsumidos por el firme sentido de la inminente calamidad que él presagia.
El país pronto estará bajo la égida de un demagogo inestable, sin cualificación, poco digno y, dado que los republicanos tendrán el control de ambas Cámaras del Congreso, hay poco que se pueda hacer para constreñir o controlar su poder e imprevisibilidad.
Es como ver un ominoso peso que oscila hacia una extremidad con la seguridad de que la romperá pero uno se siente completamente impotente para evitar la fractura.
Como la primera dama saliente, Michelle Obama, le dijo a Oprah la semana pasada: “Estamos experimentando lo que es sentir que no hay esperanza”. De hecho, es posible que estemos a punto de advertir lo que se siente tener una erosión de la libertad, de un liderazgo competente y de la soberanía absoluta.
La durabilidad de nuestra democracia no está predeterminada. No es inmune al daño o, incluso, hasta a la destrucción. La Constitución no puede evitar por completo eso, ni los protocolos ni las convenciones. La salvaguarda más importante en contra del autoritarismo es una ciudadanía informada, comprometida y vigorosamente opuesta a la aquiescencia y la atrición.
En otras palabras, bien puede ser que la única cosa que puede proteger a Estados Unidos, del hombre que se sentará en su pináculo de poder, es la insistencia urgente de la población de que la alteración radical de nuestras costumbres y conceptos de rendición de cuentas no están sobre la mesa; que la autoridad en una democracia está imbuida del voto, pero también es responsable frente a su pueblo.
Y el pueblo ya está incómodo con Trump. Hay una determinación en aumento sobre las dimensiones de la interferencia rusa en nuestras elecciones; un esfuerzo que, según informes recientes, estaba orientado a dañar a Hillary Clinton e instalar a Trump como presidente. Las implicaciones de semejante violación, algo que se acerca a un acto de guerra, son absolutamente impactantes.
El hecho de que un gobierno extranjero hostil ejecutara un plan para influir y, por tanto, dañar irrevocablemente los fundamentos de nuestra democracia, es insondable. Las repercusiones son casi incalculables: corroe la fe en el proceso, la fe en los funcionarios elegidos, la fe en la seguridad nacional, la fe en nuestra supuesta autonomía.
Tener un presidente que se niega a reconocer la violación para poder evitar el asterisco con el cual podría quedar marcado para siempre como un candidato manchú o, más llanamente, la mula de Moscú, no es normal.
Más aún, tener un presidente que es perturbadoramente halagador cuando habla de Rusia; alguien cuyo coordinador de campaña tenía vínculos pro Rusia; cuyo hijo dijo en 2008: “Los rusos integran una muestra representativa bastante desproporcionada de muchos de nuestros activos”, y agregó que “vemos mucho dinero que está llegando de Rusia”, y que ha nominado como secretario de Estado a un hombre a quien Vladimir Putin le confirió la Orden de la Amistad de Rusia, no es normal. Los estadounidenses no deberían tener que preocuparse de que la Casa Blanca se convirtiera en un anexo del Kremlin.
Más todavía, tener un presidente que se rodea de una galería de granujas simpatizantes de la supremacía blanca, extremistas antimusulmanes, devotos de las teorías de la conspiración, doctrinarios contra la ciencia y negacionistas del cambio climático, no es normal.
Tener un presidente de quien desconocemos la magnitud de sus enredos financieros con otros países -en parte, porque se ha negado a dar a conocer sus declaraciones fiscales-no es normal.
Tener un presidente con enormes conflictos de interés inherentes a la continuada posesión de su compañía y la operación de nuestro país, no es normal.
Es posible que los presidentes estén exentos de los conflictos de interés debido a disposiciones en la ley, pero la exención del riesgo legal no es una exención del hecho, ni de la profanación de la primacía del deber fiduciario de un presidente por encima de la empresa.
Tener un presidente que abriga venganzas insignificantes en contra de la prensa y utiliza el poder abrumador de la presidencia para atacar cualquier reporteo de hechos que no estén coloreados por la adulación y la adoración, no es normal.
No importa si está motivado por el cálculo -en particular hacia la distracción- o la compulsión: su comportamiento sigue siendo inquietante y hasta peligroso.
Tener un presidente que pareciera que no tiene tiempo para las sesiones informativas cotidianas sobre inteligencia pero que puede hacérselo para las artimañas más antiintelectuales y trilladas, como montar una sesión de fotografías con un afligido rapero y tuitear insultos como un insomne maníaco en el crepúsculo, no es normal.
Entiendo totalmente que la indignación sublime es difícil de mantener. Es agotante. Sin embargo, la alternativa es rendirse al nihilismo nacional y a recibir al enemigo.
Los próximos cuatro años podrán ser de época en la historia de Estados Unidos. Podrían poner a prueba los límites del poder presidencial y de la pasividad popular.
Resulta que yo creo que la historia juzgará con benevolencia a quienes sigan gritando, desde los techos, pasando por su propia fatiga y en contra de la deriva corrosiva del conformismo: ¡Esto no es normal!