Una vez más, Vladimir Putin está en la jugada de una manera que no preveía la Casa Blanca. Una vez más, los analistas de la política exterior de Estados Unidos no pueden ponerse de acuerdo si el presidente ruso está actuando con brillantez o por desesperación.
¿La campaña de bombardeos de Putin en Siria es una jugada maestra en geopolítica? ¿Está llenando un vacío de poder regional? ¿Está creando un eje Bagdad-Teherán-Damasco-Moscú, demostrando la impotencia de la política exterior de Estados Unidos? ¿Su estrategia de provocación está poniendo a la OTAN contra las cuerdas?
¿O es que acaso Putin está actuando por debilidad, tratando de salvar su deteriorada posición? ¿Su gambito en el Medio Oriente, como su intervención en Ucrania, está destinado a recuperar el terreno que Rusia había perdido últimamente? ¿Debemos de ignorar su jactancia y sus poses de macho, tomar nota de su debilitada economía y de su círculo interno golpeado por las sanciones, y suponer que su intervención en Siria lo llevará a un pantanal de terribles consecuencias?
La curiosa realidad es que esas dos posibilidades no son mutuamente excluyentes, ya que si Putin está "ganando" o no depende de cómo definamos el éxito.
Si el éxito significa una Rusia más próspera, con una variedad de estados cliente, un sólido cimiento interno para el régimen de Putin y el resurgimiento de Rusia como civilización rival atractiva ante el Occidente liberal y democrático (una fantasía recurrente de los putinistas), entonces no hay nada realmente impresionante en el récord del presidente ruso.
Putin probablemente cambiaría todas sus ganancias territoriales en Crimea y Donetsk por una Ucrania que siguiera firme en su órbita diplomática y económica. Ciertamente estaría mejor si su único cliente en el Medio Oriente no estuviera perdiendo la guerra civil ante el Estado Islámico y el Frente Al Nusra. Y presuntamente preferiría que la economía rusa no estuviera tan estancada y con probabilidades de seguir así.
Se podría alegar que ha estado jugando bien con una mala mano, pero sus cartas parecen considerablemente peor que cuando el precio del petróleo era más alto o después de su espléndida guerrita en Georgia, en agosto de 2008.
Pero incluso esas jugadas, que en cierta forma tuvieron éxito, destacan la medida en que el poder ruso está atrofiado en comparación con lo que era en la guerra fría. La línea del frente de la agresión rusa en Europa del este es territorio que antes Moscú controlaba con facilidad. Y aun ahí, Putin tiene que conformarse con estancamientos.
Su incursión en el Medio Oriente está limitada inevitablemente. Aun después de una considerable mejora de sus fuerzas armadas, Rusia difícilmente estaría en condiciones de dirigir una campaña militar demoledora lejos de su propio territorio.
En Estados Unidos, los halcones temen que Putin repita el gambito de Crimea en las repúblicas bálticas, que ciertamente están vulnerables a las diabluras de Rusia. Pero ahí también, Putin estaría jugando por rebanadas de territorio en su propio patio trasero, al tiempo que estaría sufriendo una reacción interna en contra y un mayor debilitamiento de su de por sí débil economía.
Una Rusia que no pueda controlar lo que sucede en Kiev no está precisamente bien colocada para dominar Europa del este. Esto no es Hungría en 1956 o Checoslovaquia en 1968.
Pero supongamos que juzgamos las maniobras de Putin con otra medida: no si están dándole más influencia a Moscú, sino si están debilitando la Pax Americana y las principales instituciones de Occidente en la posguerra fría (OTAN, Unión Europea).
Según esta medida, el señor del Kremlin está teniendo más éxito. La anexión de Crimea, por ejemplo, lastró a Moscú con todo tipo de problemas de largo y corto plazo.
Pero estableció un significativo precedente respecto de la potencia occidental y de Estados Unidos en particular, una especie de contraejemplo de la primera guerra del Golfo, demostrando que las fronteras reconocidas sí pueden modificarse mediante la fuerza militar.
Igualmente, sus maquinaciones en Siria no han restaurado el control del régimen de Bashar Al Assad sobre su desgraciado país. Pero han ayudado a demostrar que el lema estadounidense de que "Assad debe irse" es una fanfarronada hueca y que un régimen puede cruzar los límites impuestos por Washington y aun así sobrevivir.
Lo mismo con su reciente campaña de bombardeos: sin ganar necesariamente nada más allá de la sobrevivencia de Assad, está rompiendo el monopolio intervencionista de la OTAN y dándoles a las potencias de la región algo más para jugar en contra de Occidente.
Los gambitos de Putin también tienen consecuencias de segundo orden para el deshilachado y faccioso proyecto europeo. Sus guerras en Ucrania y el retumbar de tambores en el Báltico han avivado tensiones que se creían enterradas entre los europeos del este y sus "aliados" alemanes.
Su apoyo financiero y diplomático a partidos populistas de izquierda y derecha (desde el griego Syriza hasta el francés Frente Nacional) ha ampliado las grietas de la Unión Europea. Y ahora, su intervención en Siria probablemente agrave al menos temporalmente la crisis de los refugiados que ha estado dividiendo y desorientando a todo el continente europeo.
Seamos claros: Putin es un nacionalista ruso, no el jefe de Spectre ni de la Liga de las Tinieblas. Él no quiere el caos por el caos, pero sin duda piensa que una OTAN debilitada, una Unión Europea dividida y una Pax Americana en escombros son las condiciones necesarias para que su propio imperio recupere su grandeza.
Pero esa recuperación parece estar lejos de su alcance y lo que está más cerca de su mano es algo más destructivo: no el legado de un Pedro el Grande sino el de un demoledor, con el que su propio pueblo gana poco por sus esfuerzos y el mundo se vuelve más inestable con cada paso que él da.