Por Luis Alberto Romero - Historiador. Especial para Los Andes
¡Si esto no es el pueblo, el pueblo ¿dónde está?!”. La frase, gritada fuerte y marcando los acentos, se escucha en manifestaciones políticas de los signos más diversos. El énfasis encubre una duda, que es lógica: el pueblo, fundamento de cualquier legitimidad política, no se agota en ninguna reunión de personas, por muy numerosa y militante que sea. El pueblo, como Dios, no puede verse: solo se lo puede invocar, con mayor o menor convicción y credibilidad.
Esa antigua palabra ingresa en nuestro vocabulario político hacia 1640, cuando los parlamentarios ingleses, enfrentados con un rey por derecho divino, se declararon representantes de algo que llamaron el pueblo soberano. El gran historiador E. Morgan ha hablado de “la invención del pueblo”, para señalar este nacimiento principalmente discursivo. Ambas soberanías -que invocaban a Dios o al pueblo- se combinaron finalmente en un régimen de gobierno mixto. La idea terminó de desarrollarse en Estados Unidos, donde se estableció una república representativa. “Nosotros, el pueblo”, fue la frase inicial de la constitución de 1787, muy similar a la nuestra de 1853.
El pueblo tuvo una presencia más directa en la Revolución Francesa de 1789, cuando la proclamación de la soberanía popular por la Asamblea Constituyente cobró fuerza con la toma de la Bastilla, la primera de una serie de jornadas con masas populares en la calle. Las ideas de Rousseau, basadas en individuos que por medio de un contrato político constituyen el pueblo, se hicieron creíbles por la presencia de esas masas parisinas que -se decía- eran el pueblo ciudadano. Con sus tensiones y contradicciones, esta combinación entre el pueblo ciudadano y sus representantes electos está presente en nuestras modernas ideas sobre la democracia.
Casi simultáneamente, en Alemania fue creciendo otra idea de pueblo, difundida por el romanticismo. El volk, el pueblo, integraba a todos los alemanes, unidos por su lengua, sus tradiciones, su música, su poesía y sus mitos; en suma, el espíritu del pueblo, el volkgeist. Ser alemán no era una elección sino un destino. En una Alemania de contornos imprecisos y dividida en mil estados, donde vivían muchos no alemanes, este pueblo cultural fue invocado para fundar, en 1871, un estado unido, el Reich, que combinó un emperador y un parlamento electo.
Algo muy parecido sucedió ese año con el reino de Italia. Un político dijo entonces: “Ya tenemos Italia; ahora debemos hacer a los italianos”. Los llamados italianos, como los alemanes, ni siquiera tenían una lengua suficientemente difundida como para que pudieran entenderse un piamontés y un calabrés, lo mismo que un prusiano y un bávaro. El pueblo cultural era una invención, un proyecto, lo mismo que el pueblo ciudadano.
La política occidental en los siglos XIX y XX está jalonada por el desarrollo y las variaciones sobre estas dos nociones: el pueblo ciudadano y el cultural. Quienes creían en los ciudadanos discutieron si una tarea tan delicada como la selección de los gobernantes debía ser responsabilidad de todos ellos o solo de la parte más educada. Esta idea funcionó en el siglo XIX pero fue barrida por la ola de democratización de principios del siglo XX.
Con espíritu romántico, muchos creyeron que el pueblo auténtico, puro e incontaminado no eran todos, sino el pueblo popular, tradicional, siempre oprimido por una oligarquía que al monopolizar el poder se apropiaba de las riquezas. Hacia 1840 los cartistas ingleses pensaban que con el pueblo en el poder se restaurarían la igualdad y la armonía social originarias. Ideas parecidas tenían los populistas rusos y también los anarquistas.
Marx ensambló esas ideas con una teoría científica de la historia y su evolución. El pueblo fue el proletariado -algo más preciso que simple pobre-; explotado por la burguesía, tenía la misión histórica de acabar con el capitalismo y construir una sociedad sin clases. George Sorel combinó el romanticismo anárquico con el marxismo y convirtió la lucha de clases en un mito movilizador, menos científico pero más eficaz.
Desde mucho antes, los populistas románticos habían advertido la fuerza de los mitos, originales o creados, pues llenaban en la política el vacío dejado por la secularización y la privatización de la religión. Por entonces, a partir de viejas leyendas, se inventaron los mitos que inspiraron a Wagner.
Por otra parte, creyeron que había personas dotadas de una capacidad singular para captar y sintetizar las ideas y anhelos imprecisos del pueblo y traducirlos en acción. Era un don sobrenatural, como el de Sigfrido, que entendía la lengua de los pájaros, propio de los héroes. Más tarde, Max Weber los llamó líderes carismáticos, capaces de interpretar y conducir a las masas.
Esta fórmula permitió a los cultores de la idea romántica del pueblo separarse de la tradición liberal de la representación. El pueblo se expresaba en su unión carismática con el líder. Allí estaba el fundamento de las nuevas democracias plebiscitarias, radicalmente antiliberales, cuya forma paradigmática fue la de Mussolini, modelo de tantos liderazgos populistas pasados y presentes.
También se exacerbó otro rasgo del populismo romántico: su nacionalismo se hizo excluyente e intolerante, derivando en el odio a los vecinos -el chauvinismo-, y en la voluntad de separar y excluir a todo lo que fuera ajeno a la nacionalidad, al “ser nacional”. Cosmopolitismo fue sinónimo de traición, real o potencial. El Estado nacional debía ser una “comunidad del pueblo”, homogénea y sin contaminaciones. Cada nación tuvo sus propios “ajenos”, pero en todos los casos se agregó a los judíos, acusados no solo de deicidas sino de apátridas.
Todos esos sentidos de pueblo, y algunos otros, están presentes hoy. La pregunta por “dónde está el pueblo” no es obvia ni ingenua. Hay muchas respuestas y ninguna es verdadera. La que cada uno de nosotros elija, conscientemente o no, definirá toda una concepción de la política y de la convivencia. Yo prefiero la que, de acuerdo con la Constitución, se basa en los individuos ciudadanos y su razón, el contrato político y el pluralismo.
Pero somos pocos: los más se identifican con la noción romántica de pueblo y líder.