En estos días, un destacado bodeguero comentaba que la situación actual es una oportunidad para que la vitivinicultura ponga en juego su creatividad.
Cabe entonces que nos preguntemos desde la historia si hay nuevas estrategias para acabar con los desequilibrios internos de la industria.
¿O es que solamente hay que resignarse a que algunos sectores puedan crecer y otros apenas sobrevivir o perder en contextos inestables, atravesados por cambiantes coyunturas macroeconómicas y políticas, por variaciones de tasas de cambio, ciclos inflacionarios y recesivos, caída de los precios y modificaciones del consumo? Y solo si nombramos a algunos de los múltiples factores que impactan diferencialmente en los distintos actores de la cadena productiva y comercial de una industria que fue soñada como “equilibrada” hace muchos años.
Quizás para conocer la recurrencia de los problemas y de las soluciones sugeridas o implementadas, baste recorrer las páginas de los diarios en los meses de febrero y marzo de los últimos ciento diez años.
Siempre la cosecha, los excedentes, el precio de la uva y del vino, los salarios de los obreros y hasta sus condiciones laborales, han generado discusiones sobre la rentabilidad del “negocio” vitivinícola entremezcladas con los fuegos de artificio de la celebración de la vendimia.
Y también, en muchas ocasiones, el temor a los desequilibrios entre la oferta y la demanda llega a la cotidianidad de los mendocinos, algunos de los cuales, por ejemplo, deciden este año no festejar el fin de la cosecha como mecanismo de protesta.
Los años transcurridos pueden ser recreados a partir de los muchos hilos de un ovillo que se resiste a ser desenredado porque en su seno están los mismos problemas de antaño.
La historiografía ha analizado el proceso de conformación y consolidación de la industria y ha prestado especial atención a los diagnósticos de los expertos, que desde principios del siglo XX miraban con preocupación una actividad que se hizo gigante sin madurar, que pasó de ser artesanal a moderna, que contó con las bodegas y los viñedos más grandes del mundo y con legendarios “reyes del vino”.
En ella convivieron, y aún conviven, grandes empresarios que monopolizan el mercado junto a pequeñas y medianas bodegas, así como viñateros integrados junto a miles de productores de viñas criollas de menos de diez hectáreas y que están en vías de extinción.
Las contradicciones se expresan también en fincas que mutaron de elaborar uvas francesas a criollas para convertirse luego en la tierra del malbec, en entidades gremiales que no logran canalizar las demandas de sus asociados y en corporaciones que no han podido cumplir sus metas, en un sistema cooperativo al que le cuesta remontar a pesar de los éxitos de mercado de Fecovita y en políticas públicas oscilantes en las cuales el intervencionismo estatal ha sido tan reclamado como vilipendiado.
Todas estas características han permanecido casi intactas a pesar del paso del “viejo modelo centenario” enfocado en la producción masiva de vinos para el mercado interno a la reconversión productiva de los años 90, cuyas consecuencias aún no terminamos de evaluar.
Los cambios de los últimos veinte años estuvieron precedidos por la confianza en la vieja creencia de que la viña era un negocio millonario y que el mercado interno vigorizado por migraciones externas e internas no tendría techo.
Esto llevó a recurrentes crisis excedentarias y a crecimientos distorsionados de las hectáreas cultivadas, que en la década del 70 superaron el 10% anual y que fueron alentados por discutibles exenciones impositivas para incrementar la producción agrícola en zonas áridas. No solo creció el espacio cultivado con riego subterráneo sino que la productividad creció por la reintroducción de variedades con mayores rendimientos.
Las perspectivas eran por demás auspiciosas: el consumo per cápita había llegado a 91 litros, guarismo imposible de recuperar frente a los 24 litros actuales amenazados por la cerveza, las gaseosas y otras bebidas alternativas.
Ese modelo tuvo su fin, casi coincidente con la intervención al grupo Greco en abril de 1980 que terminó con su hegemonía en la cadena y fue el canto del cisne de la vieja industria y de algunas de las prácticas de la patria financiera. A partir de allí el consumo comenzó su descenso y la actividad pasó de representar el 16% del PBG provincial en 1974 a sólo el 10% en 1989.
En el ovillo de la historia del vino también están muchas de las soluciones ensayadas que vuelven y vuelven a ponerse en práctica. Los consejos para poner en niveles de competitividad a uno de los principales polos industriales del país, a la “gallina de los huevos de oro”, según Francisco Trianes en los años 30, se reiteran con llamativa fidelidad.
Las primeras crisis del siglo fueron un laboratorio de ensayo para las medidas tomadas por la Junta Reguladora de los años 30, con el apoyo “de emergencia” de los grandes bodegueros.
Creemos que su discutible accionar en cuanto al derrame de los vinos y la extirpación de las viñas, vividas por el común de los mendocinos como una afrenta, ha opacado el alto nivel de análisis que realizó esta institución nacional sobre la problemática de la industria y que produjo casi una perfecta radiografía de esa época.
Habría que reevaluar sus ensayos de algunas soluciones que iban más allá de la eliminación y que constituyen, al fin y al cabo, un antecedente de la reconversión actual.
Entre ésos se destacan el censo de viñedos, bodegas y vasijas, los análisis del mercado externo y doméstico, los estudios de costos y rentabilidad, la insistencia en la mejora de la calidad, las propuestas de bebidas derivadas alcohólicas y analcohólicas y sobre el consumo de cerveza, la valorización del producto a través de la apelación al lugar de origen y al cepaje, la necesidad de elevar el consumo en el mercado interno, el embotellamiento en origen, las campañas de propaganda del vino y de los beneficios del vino para la salud y la urgencia de conciliar soluciones entre todos los sectores de la agroindustria.
Todo esto se dejó de lado, en muchas otras oportunidades también, cuando los problemas dejaron de ser tan acuciantes y el ritmo de crecimiento continuó.
Siempre los diagnósticos y las salidas fueron pensados en el corto plazo y las crisis sirvieron para consolidar el modelo, que luego de cada una de ellas, reafirmaba sus principales rasgos. Y ello porque las crisis no son iguales para todos los actores del sector. Para algunos es solo una pérdida o disminución de rentabilidad y para otros la expresión descarnada de los desajustes productivos.
¿Cómo salir de esta nueva situación desventajosa si ya todo en cuanto a excedentes, cupos, consensos, publicidades, maridajes, sommeliers parece haber sido dicho y ensayado hace tantos años? Tal vez sirva mirar a la historia y no hacer tabla rasa del pasado, conocerlo para saber qué fue lo que ya se hizo y cuál fue el impacto. Pero debemos ir hacia atrás a partir de un presente que se debe analizar y cuya heterogeneidad debe ser evaluada y tomada en cuenta.
Pero también, hay que reconstruir la cultura del vino, dejar de lado los prejuicios de que para tomar hay que “saber”, impulsar la calidad, volver a la mesa familiar, tomar perché mi piace, pensar en los consumidores asiáticos pero también en el inmenso nicho del mercado interno, cotidiano, de todos los días, del vino como salud, como encuentro.
En ese modelo de consumo inclusivo tal vez haya lugar para más jugadores de la cadena productiva y se puedan atenuar las repercusiones diferenciales de las crisis al interior de la cadena productiva. Quizás sea posible dejar de andar a los tumbos entre variaciones de consumo, de precios, alternando contextos de superproducción y hasta de faltante de existencia, como pasó en el primer peronismo, cuando el vino no alcanzaba, aunque parezca imposible.
Dejar de pensar en que solo si se reduce “el tamaño de la industria” (extirpando, reconvirtiendo, eliminando vinos y hasta tirándolos por las acequias) alguna empresas, las más importantes, pueden sobrevivir. Dejar de alabar las virtudes del mercado y/o del Estado regulador según los intereses políticos. Tener políticas claras, en contextos con cierta previsibilidad y con miradas abarcadoras e integradoras. ¿Se logrará?