El diagnóstico de la realidad educativa actual está lo suficientemente difundido y comentado como para advertir que ya no es constructivo insistir en su reiteración cuando se pretende justificar cambios en el sistema.
Por el contrario, las menciones críticas, peyorativas o la magnificación de la tragedia contribuyen más bien a predisponer desfavorablemente a la mayoría de los responsables de la situación.
Es hora de cambiar y en esto todos coincidimos. Las que no coinciden son las direcciones elegidas para promover las transformaciones que cada quien estima imprescindibles.
Si la voluntad de cambio es sincera y profunda, si en verdad se pretende mejorar la calidad educativa priorizando la formación integral de nuestros niños y jóvenes, lo que se necesita es un proyecto global y consensuado y, sobre todo, la decisión política de llevarlo a cabo contra viento y marea.
La estructura original del sistema ha sido emparchada tantas veces que ya carece de la flexibilidad necesaria para responder a la demanda social de estos tiempos.
Pretender agregar algunos parches más para aparentar voluntad transformadora no hará más que profundizar la crisis.
La gravedad del deterioro producido impone una revisión integral que no se resuelve con medidas parciales y mucho menos unilaterales.
La situación actual de la educación pública es la resultante de una convergencia de responsabilidades que a su tiempo no fueron asumidas en plenitud por los gobiernos, ni por los padres, ni por los sindicatos.
Enumerarlas, describirlas y justificarlas sería motivo de otro análisis dada la complejidad y multiplicidad de las mismas. No obstante, hay una que es la que resulta más visible, sistemática y convulsionante: el salario docente.
A lo largo de décadas se ha convertido en uno de los escasísimos disparadores efectivos del debate social en nuestro país y, naturalmente, en Mendoza.
En torno a él y a los inevitables conflictos que su insuficiencia genera, anualmente y por unos días al menos, la opinión pública se conmociona y expresa en todos los sentidos previsibles, abordando -urgida por el inicio de clases en peligro y compulsivamente- la problemática educativa con pasajera exaltación.
Una vez resuelto el conflicto, casi siempre a medias, la ansiedad colectiva parece calmarse y adormilarse hasta el próximo ciclo lectivo o hasta que otro disparador eficiente la vuelva al estado de vigilia.
Ese otro disparador, de menor calibre pero de estruendo suficiente, puede ser una calamidad que lamentar o la publicación de resultados de alguna medición de calidad educativa de proyección internacional que nos avergüence lo suficiente.
Pero la siesta continuará a poco que el tema deje de ocupar la atención mediática y, así, en una sucesión interminable entre vigilias y descansos, nuestra sociedad espera ingenuamente la solución que sin excepciones proclaman las campañas electorales.
En la Argentina, por lo menos en lo que declarativamente dice pretender nuestra política, el salario docente no ha tenido nunca una solución acorde al merecimiento del trabajador de la educación y mucho menos garante del modelo educativo de excelencia que se pretende alcanzar.
Pero además, esa educación a la que decimos aspirar y que sería la verdadera promotora del cambio cultural, social y económico que el país está reclamando, no se resuelve sólo con un salario suficiente. Éste es una parte inescindible de un todo que abarca muchísimo más que eso. Ese “todo” es el contexto que rodea y condiciona al acto educativo.
Es hora de abordar ese “todo”.
Ninguna parte aislada de la comunidad educativa es suficiente para abordar un desafío que es por esencia colectivo así como tampoco debe prescindirse de parte alguna, fundamentalmente los padres, hasta hoy casi meros, y en muchos casos distantes, espectadores.
En forma orgánica, enérgica y sostenida hay que convocar a todos los responsables directos e indirectos de la comunidad educativa y, con una planificación consensuada y minuciosa, impulsar una amplia consulta para definir las bases del nuevo sistema educativo que es necesario diseñar para Mendoza.
Una suerte de paritaria social educativa que, reuniendo las mejores voluntades, sea capaz de suscribir un verdadero convenio educativo con estipulaciones precisas de metas y plazos para los objetivos que se suscriban.
Será sin duda una ardua y complejísima tarea pero el objetivo siempre compensará con creces la inversión que deba realizarse.
El mayor capital de un pueblo son las personas que lo componen y ellas serán siempre resultado de la educación que recibieron.
Con la profunda sabiduría que suele residir en los decires simples, un antiguo proverbio africano nos advierte que “para educar a un niño se necesita la tribu entera”.
Es hora de convocarla.