¿Conducción o electoralismo?

La necedad de decidir un modo específico de gobernar según los riesgos de perder o de las posibilidades de ganar en elecciones posteriores.

¿Conducción o electoralismo?

Por Julio Bárbaro - Periodista. Ensayista. Ex diputado nacional. Especial para Los Andes

Me aburre la cantidad de personas que vinculan un modo específico de gobernar con un supuesto resultado electoral. Como si Macri debiera gobernar de un modo determinado para lograr el triunfo en las próximas elecciones y de otro si no corriera peligro de ser derrotado.

Deprimente; la dirigencia se convierte en dirigida, hace seguidismo a lo que imagina es el caudal de votantes necesario para retener el poder. Como si los que mandan supieran qué hay que hacer pero los que votan lo ignoraran. Vieja teoría según la cual las minorías son lúcidas y los pueblos no logran entenderlas. Un acto de soberbia que suele terminar convertido en ejemplo de necedad.

Las encuestas marcan algo de este absurdo, se actúa según la respuesta que espera el votante. Antes, un dirigente era aquel que marcaba un rumbo; ahora es tan sólo el que interpreta una supuesta demanda de la sociedad. Es todo tan falso y absurdo que terminamos perdidos entre dos ignorancias, la del encuestado y la del supuesto dirigente sin rumbo. Estamos en un absurdo social que se expresa simplemente con la idea de que debemos seguir a “un guía extraviado”.

Primero, si quien gobierna logra transmitir sus objetivos y éstos coinciden con los que la sociedad imagina necesitar -si así son las cosas- el pueblo otorga su voto. Somos un país en el que los votantes son siempre, digo siempre, más sabios y entendidos que los candidatos a ser votados. Pasa que los que mandan no están en situación de asumir semejante verdad, ellos piensan de sí mismos que son unos genios y hasta suele pasar que el mismo pueblo tarda en asumir que muchas veces estuvo gobernado por un conjunto de imbéciles.

Siempre discuto este tema, el más votado es normalmente el mejor de los que aparecen en la góndola del supermercado electoral. Eligen al mejor de los que pueden elegir, al menos malo, que en eso terminamos siempre.

Si Alfonsín largó con medio millón de “Cajas Pan” y hoy andamos en los ocho millones de subsidios, no es el pueblo el equivocado sino la limitación intelectual de su supuesta dirigencia. Por eso mismo no son muchos los que pueden transitar tranquilos por la calle, muchos políticos se volvieron ricos en un país donde demasiados ciudadanos cayeron en la peor de las pobrezas.

La receta conocida es acusar del desastre al “populismo” y a la corrupción. Sin duda ambos tienen mucho que ver pero deberíamos atrevernos también a mencionar la concentración. No es para definirnos como socialistas, tan sólo para describir el argumento principal de nuestra caída: la dirigencia política se alió con los ricos de antes y entre ambos -todos juntos- se convirtieron en los ricos de ahora. Simple y sencillo, los votados cayeron en la tentación de los de arriba a cambio de dejar de representar a los de abajo. Populismo es el término que calma la conciencia de demasiados, como si el pecado que cargamos sea darles poder, dinero o razón a los que votan.

Mentira absoluta. Aquí sufrimos el peor elitismo, los ricos de antes estaban cerca de los pobres y la distancia entre los ingresos de unos y de otros era menor; Perón distribuía más del cincuenta por ciento del producto a los trabajadores. Ahora todo cambió, los ricos son infinitamente ricos y, en consecuencia, los pobres se arrastran en la miseria. A una sociedad la define la distancia entre los que más ganan y los que menos logran. Aquí, en todos estos años, ese dato que mide la injusticia, ese dato llegó a ser desmesurado.

Populismo sería la degradación de lo popular. Claro que se usa como ejemplo del mal para todos aquellos a los que les disgusta la opinión de la mayoría, a los que imaginan ser integrantes de la “minoría ilustrada” o de la “vanguardia iluminada”. Según esta teoría, el pueblo exige cosas que lo llevan a su propia decadencia o la dirigencia le promete algo que no está en condiciones de concederle.

El gobierno anterior había perdido el rumbo hacía rato, se disfrazaba de izquierda cuando sólo tenía de ese espacio el autoritarismo estalinista. Nunca se molestó por los imperialismos ni los ricos, sólo por quienes opinaban distinto, el enemigo principal era “el disidente”.

Ahora Macri cree en los mercados, en cierta cuota de liberalismo que nada nuevo tiene para ofrecernos. Se los ve desesperados por los inversores como si de ellos dependiera un nuevo modelo de sociedad. Primero habría que pensar el modelo y luego buscar a los inversores. Quizá pensar en dos esquemas distintos, uno productivo para competir y otro de obra pública para dar trabajo a la mano de obra desocupada. El Gobierno que se fue era de militantes, de clase media, no hacía cloacas sino que daba crédito para películas, no asfaltaba las calles sino que armaba universidades oficialistas y empleaba a los que necesitaba para los actos.

Macri duda entre ser dueño de una receta de la que -está a la vista- carece y en convocar a la mayoría para gestar una salida entre todos. Lo malo de nuestra realidad política es que los populistas generan déficit pero los liberales no saben cómo salir de ellos y entonces, es un empate hacia abajo. Denunciar la corrupción de los que se fueron puede dar para años de asombro, mientras tanto necesitamos y debemos asumir que hacerlo no nos ofrece ninguna salida.

Que no usen las elecciones como excusa, el que vota entiende más que su dirigencia. Digan hacia dónde intentan ir, definan un rumbo y un modelo de sociedad y entonces tendrán el apoyo de los votos. Los encuestadores y los asesores tipo Durán Barba sirven para ganarles a los peores, pero no alcanzan para generar una propuesta que nos saque de la crisis. Eso solo lo puede hacer la política, y hasta ahora el Presidente parece no haber asumido ese desafío y varios de sus asesores intentan suplir el talento por la juventud. Con ser mejor que Cristina no alcanza ni para devolverle a la sociedad la esperanza que tanto necesita. El ayer ya no sirve ni siquiera como medida para justificar nuestra propia vigencia.

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