"Acá logro fortaleza y salvo temores", lanza Alberto Benegas, el sacerdote franciscano que desde hace 8 años trabaja en José León Suárez, un distrito bonaerense donde la droga y la violencia están naturalizados.
"Acá" es su Lavalle natal, a donde regresa cuando puede -y lo necesita- para visitar a sus hermanos y sobrinos. Los temores tienen que ver con las amenazas que ha recibido por su lucha contra el narcotráfico.
El jueves, la Cámara de Diputados de la provincia le entregó un reconocimiento a esa labor, por iniciativa del diputado lavallino Jorge López.
El fray asegura que esto también lo fortalece para regresar la semana que viene a Buenos Aires, luego de que días antes de viajar a Mendoza una camioneta se le viniera de frente a gran velocidad y se cambiara de carril unos centímetros antes de chocarlo de frente, en clara señal de amenaza contra su vida.
Todo comenzó en agosto pasado, cuando un médico cirujano mató a un joven de 24 años que intentó robarle a mano armada al salir de su consultorio en José León Suárez. Entonces, los medios se interesaron por saber qué ocurría en el lugar y Alberto Benegas decidió contar la realidad cotidiana de sus habitantes.
“Si Dios me dio cámara y micrófono para que denuncie, tenía que hacerlo. Fui a muchos programas de televisión. Pero eso no es gratis”, reconoce ahora.
Así, con la última advertencia se tomó un respiro en Lavalle, en la casa donde vive Laura, una de sus hermanas. A la sombra de los árboles, con el sonido constante del canto de los pájaros y tomando mate, confiesa que cuando se enteró de la muerte del padre Juan Viroche en Tucumán -quien también organizaba marchas contra el narcotráfico- se asustó mucho.
“No soy un héroe ni un mártir, pero vuelvo para ser coherente porque hay gente que se ha involucrado. Yo me podría ir, pero las familias con niños se tienen que quedar”, plantea.
Una realidad compleja
El sacerdote llegó al barrio Libertador en José León Suárez, partido de General San Martín, en 2008. De inmediato tuvo que "aprender a vivir de nuevo", a hacerlo en función de la seguridad porque le robaron varias veces.
También se encontró con que en un área de apenas 12 por 15 cuadras vivían 36 mil personas -hoy se estima que han llegado a 40 mil- en condiciones de hacinamiento.
Inmigrantes
La gran mayoría, detalla, son inmigrantes paraguayos, aunque también hay bolivianos, peruanos y colombianos. Así como muchas mujeres trabajan como empleadas domésticas y los hombres en la construcción, otro grupo se dedica a desarmar autos y a vender drogas.
Los primeros, preocupados porque sus hijos no se conviertan en adictos, se comprometieron con él en la tarea de intentar terminar con el narcotráfico.
De esta manera, el fray Alberto comenzó a elaborar informes sobre movimientos, horas y lugares, que presentaba a la fiscalía para que investigaran. Incluso llegó a entregar un extenso documento al entonces juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Enrique Zaffaroni. Los primeros originaron diversos allanamientos, el segundo una recomendación de que se cuidara.
Los narcos se enteraron de que era la fuente de información para el municipio, la policía y la fiscalía, y le mandaron un mensaje de que se apartara. “Eso fue un jueves. Cuando llegué el domingo a la parroquia para dar misa, me encontré un muerto en la puerta de la capilla”, relata. Varias personas le recomendaron que se fuera porque el próximo iba a ser él.
Una convicción fuerte
Durante cuatro meses, el sacerdote mendocino estuvo en Tartagal (Salta) con las comunidades wichi y toba, pero volvió a José León Suárez.
Luego de las amenazas, decidió dedicarse sólo al oficio religioso, hasta que se le hizo intolerable ver cómo se extendían las drogas y la violencia, y que muchas familias optaron por mandar a sus hijos a sus países de origen, con abuelos o tíos, para que no crecieran en ese contexto.
“Cuando ves que la venta y el consumo se han naturalizado al punto que el vendedor estira el brazo para entregar el paquete y por debajo pasan los niños que vuelven de la escuela, no te podés quedar callado”, manifiesta. Así retomó su labor de denuncia.
“El Papa Francisco ha dicho que los curas tienen que salir de la comodidad de la burguesía, que quiere sacerdotes con olor a oveja”, añade sobre esa convicción que lo lleva a combinar la tarea religiosa con la social.
Otra parte muy importante de su labor en el barrio Libertador es brindar catequesis a 670 niños. “Es un regalo de Dios y un compromiso de formarlos en la fe y ayudarlos a distinguir la vida de la muerte”, señaló. De un lado, su papá, su mamá y sus estudios; del otro, la droga, la violencia y la prostitución.
Un retorno difícil
Para hoy su familia le ha organizado una cena de la que participarán unas 100 personas. El afecto de los suyos cada vez que regresa al hogar es palpable. Y aunque asegura que vuelve a Buenos Aires más tranquilo, sabe que la situación es distinta de la de 2010 -cuando también se tuvo que alejar durante un tiempo- porque el narcotráfico ha crecido mucho y los vínculos que tiene con el poder lo hacen sentir desamparado.
De todos modos, cuenta que su mamá, quien murió pasados los 80 años, rezaba todo el día preocupada por su hijo. “Sé que eso me protege muchísimo”, dice. Por otra parte, aunque le duele que no se resuelva la situación sino que sigue empeorando, y que entre tanto se vayan dañando generaciones de niños y jóvenes, también se sostiene optimista por ver tanta gente que se compromete.
De la abogacía al sacerdocio
Hasta los 23 años Alberto Benegas era un estudiante de derecho que se pagaba sus estudios en la universidad trabajando en la compañía de seguros Franco-Argentina. Mellizo con Luis, creció en una familia de seis hermanos. Su padre, Miguel, de ascendencia vasca, trabajó siempre en la chacra; y su madre, Gerónima, hija de sicilianos, era ama de casa y la única devota en el grupo familiar.
En 1979, Alberto decidió tomarse unas vacaciones en Córdoba con sus padres y conoció a los franciscanos. Él era entonces -según describe- un típico joven de los '70, con una visión muy ideológica de la realidad, alejada de lo religioso y lo espiritual. Sin embargo, le atrajo ese ámbito particular de jóvenes formándose en la fe, con una mirada crítica del mundo y que hablaban de la opción por los pobres.
Como él mismo provenía de una familia humilde, se sintió atraído por ese modo de vida y por los tres ejes de trabajo: ver, juzgar y actuar.
El 9 de febrero de 1981, a las 8 de la mañana, dejó atrás el mundo universitario y laboral para empezar a formarse en lo filosófico, lo teológico y lo humano.
En 1983 se convirtió en fraile y en 1990 se ordenó como sacerdote. Desde entonces estuvo en casi toda América Latina, en general optando por los barrios populares con cierta problemática social. "Hay que rezar la vida y vivir lo que se reza. Tenemos que unir la fe y la vida", resume.