Nathaniel Hawthorne publicó “La letra escarlata” en 1850. El prefacio a esa novela adelanta una clave de las ciudades del siglo XXI: “La naturaleza humana, lo mismo que un árbol, no florecerá ni dará frutos si se planta y se vuelve a plantar durante generaciones en el mismo terreno agotado”.
Cómo se arraiga lejos de lo conocido es lo que cuenta Suketu Mehta en “La vida secreta de las ciudades”, un libro que demuestra que en todas las urbes del mundo se produce un derrocamiento masivo de tabúes.
Nacido en Bombay y asentado en Nueva York, también Mehta describe, desde su propia experiencia, a ciudadanos que dejan de ser de un único lugar. Hoy ni el emigrante deja de regresar a donde nació ni el inmigrante deja de ser él mismo para adaptarse. Esa riqueza es una lección de convivencia que modifica las metrópolis.
Así, ¿cómo se cuenta la ciudad del siglo XXI? Muy pocos escritores saben traducirla a una historia que interese al lector. Sin embargo, los promotores inmobiliarios sí conocen las estrategias para vender sueños edulcorados de piscinas y bloques rodeados de parques. La mayoría de urbanistas y sociólogos es incapaz de contar la vida urbana porque la explican desde la distancia, la estadística o la teoría.
“La destrucción de la ciudad”, de Juanma Agulles, denuncia la desaparición de las urbes a manos de los especuladores en un retrato apocalíptico y reduccionista. Argumentando que “no es la ciudad lo que crece hoy, sino algo contrario a ella que la ha vuelto inhabitable” se refiere a la construcción especulativa sin más planificación que el beneficio a corto plazo.
Sin embargo, concluir que “no se puede llamar ciudad lo que niega la forma histórica de habitar el espacio para dar paso a algo sin forma determinada” es eludir que es precisamente la relación conflictiva y cambiante entre centro y periferia lo que define hoy la metrópolis. El depósito de la memoria que es una urbe incluye también esos conflictos y muchas decisiones drásticas: desde cortar en canal el tejido urbano con nuevas avenidas hasta descuidar barrios o consolidar grupos de vivienda.
Precisamente, Mehta describe esa desgarrada condición de la ciudad actual pisando el terreno. Y da cuenta de que cualquier arrabal de cualquier ciudad del mundo es multicolor, mientras la vivienda pública que lo reemplaza suele ser monocroma, “la cultura y los valores de sus habitantes no están en esos pisos”.
Asegura que en Bombay se ayudan por falta de fe en el Gobierno. Por eso ve en la emancipación del trato paternalista de los Gobiernos otra clave de la metrópolis actual.
Pero si Mehta pisa el terreno contando su historia, el sociólogo Matthew Desmond entra en las casas de los demás. Ha ganado el Pulitzer con su ensayo “Desahuciadas, pobreza y lucro en la ciudad del siglo XXI”, una investigación de campo para la que ha convivido, durante años, con los desahuciados de los barrios más pobres de Milwaukee.
Por eso su ensayo se “ve” como un documental. Uno tropieza con las goteras y los juguetes que quedan olvidados, entiende que muchas mujeres prefieran asumir el maltrato a llamar a la policía y enfrentarse al desahucio. También que se puede ganar mucho dinero con los pobres y que la explotación en este mercado se basa en el apoyo gubernamental a las inmobiliarias.
Además de describir a los arrendatarios que salieron de la miseria arriesgándose a alquilar sus pisos a quien en realidad no puede pagarlos para hacer un negocio de las idas y venidas al juzgado, este profesor de Harvard recuerda que cuando el movimiento obrero apareció en Estados Unidos (1830) el capital inmobiliario no unió fuerzas con el industrial. Se pusieron de parte de los trabajadores: “Cuando las personas tienen un sitio en el que vivir, se convierten en mejores padres, trabajadores y ciudadanos”.
La ciudad es el lugar en el que el ser humano puede escapar de la historia prevista para él. Por eso es fundamental que no sean hostiles. Mehta cuenta que en 1999 se sumó a una manifestación contra la brutalidad policial en Nueva York tras la muerte a tiros del taxista Amadou Diallo. Inmigrantes y pacifistas subían al escenario cuando apareció un taxista llamado Salim.
El joven paquistaní estaba nervioso. Nunca había hablado ante tanta gente. Lo aplaudieron. La muchedumbre esperaba que hablara de cómo la policía viola los derechos de los taxistas, pero Salim dijo otra cosa: “Soy... ¡Soy gay!”. Tras el desconcierto se redoblaron los aplausos. “La ciudad -concluye Mehta- te promete la libertad de amar y el riesgo de estar solo”.